«Más reinos derribó la soberbia que la espada»

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Todavía no había amanecido cuando Amaya abrió los ojos, sus sueños habían estado poblado de pesadillas. Recuerdos de guerras cuyos nombres no valía la pena nombrar, colecciones de imágenes que la atormentaban y por las que daría todo el oro de las eathel por olvidar. La muerte siempre tenía ese efecto en ella, su maldición se extendía más allá del momento, impregnaba toda su vida. Observó la tina repleta de agua, no se había percatado de ella cuando llegó por la noche. Sumergió los dedos, se estremeció por la frialdad del líquido y empleó magia para calentarlo. Se desvistió y se introdujo lentamente, el contraste de temperatura le arrancó un suave gemido. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba del placer de un baño. Cerró los ojos, deseosa de abandonar el momento y creer e imaginar que solo era una mujer que disfrutaba del simple hecho de encontrarse en una tina de agua caliente; pero unos suaves toques en la puerta rompieron su ensoñación. —¿Puedo pasar? La voz del escolta pasó a través de la puerta de madera. Amaya lo invitó a entrar. Vic, con el mayor de los sigilos, se adentró en la habitación, la buscó con la mirada extrañado porque esperaba verla en la cama. Cuando se percató de donde se encontraba, enrojeció al ver el estado de desnudez de la bruja. —Ya me has visto así antes —le recordó. Sus palabras lo hicieron reaccionar, giró su rostro. El rubor nada desdeñable amenazaba con extenderse por todo su cuerpo, a Amaya le sorprendió ese gesto de recato por parte del soldado. Le enternecía y divertía a parte iguales. Aunque tampoco podía negar que la reacción de Vic no calentaba su sangre de una forma muy distinta a la simple diversión.—Es diferente —admitió a regañadientes todavía sin mirarla. —¿En qué? —Ella no lo comprendía, ¿acaso era otra manía o creencia estúpida de los humanos?—. Cuando yacimos juntos no solo miraste, también tocaste y mucho. Recuerdo a la perfección que tus manos no dejaron centímetro de mí sin acariciar... —La bruja se transportó por unos instantes a aquella noche, antes de que todo cambiara para ella—. Tienes razón, fue muy diferente. Amaya se mordió el labio inferior para evitar que una carcajada escapara de sus labios, el exsoldado la sorprendía cada día, había tantas capas debajo de él que no creía que tuviera tiempo suficiente para descubrirlas todas, quizá ni una vida entera era bastante. Aquel pensamiento la entristeció, pero se obligó a hacerlo desaparecer, se había prometido disfrutar del presente y huir de las emociones negativas lo máximo posible. Después de todo, solo le quedaban días, un par de semanas en aquel mundo. —¿Qué quieres, Vic? —preguntó al observar que él no tenía intención de iniciar la conversación. —¿Cómo estás?Amaya esbozó una sonrisa, así era él. Un suave calor se extendió por su pecho, era agradable tener gente que se preocupara por ti y Vic era de esos que si te otorgaba su cariño, luchaba por ti. A toda costa. —El problema del dip está solucionado. —No es eso lo que te preguntado. La curandera lo miró con dagas en los ojos, aunque Vic no era consciente porque se negaba a apartar la mirada de la pared, cauteloso para no ver ni una parcela del cuerpo desnudo de ella. —Mejor que anoche —acabó por responderle. El escolta guardó silencio a la espera de que continuase—. El dip simplemente hacía su trabajo, defender a su protegido. Tú puedes entenderlo, ¿no? Era su obligación y tuvo que morir porque un idiota decidió que quería poner sus restos con el de un semidiós. ¿Cuánta gente ha muerto por su ambición, su codicia? No es justo, Vic, no es justo. Él percibió las lágrimas en su voz, inspiró y deseó poder arrancar el dolor de su interior, por un instante pensó que daría lo que fuera por poder suprimir el sufrimiento que ahora la embargaba, presente y pasado. Quiso abrazarla, transmitirle que todo estaría bien incluso cuando no podía asegurarlo ni prometerlo. Sin embargo, permaneció sentado en la cama, con la mirada clavada en la pared, y murmuró: —No, no es justo. Amaya salió de la tina, se secó con magia y se acercó a la cama donde se encontraba la bolsa con su ropa. Vic se enderezó al percibir su cercanía y se giró hasta darle la espalda por completo, su gesto arrancó una carcajada a la curandera que esta vez no hizo nada para retenerla. —¿Estás preocupado por mí, Vic? ¿Por una eathel? —Sé que me he equivocado en el pasado y te pido perdón. —No has respondido a mi pregunta. —Le devolvió sus palabras al hombre. Vic se pasó una mano por su pelo rapado y suspiró, como si todo el peso del mundo estuviese en sus hombros y solamente pudiese aliviar la presión con sus palabras.—Para mí, eres Amaya, no una bruja ni una eathel. Eres Amaya, la mujer que se preocupa por todos, pero no está acostumbrada a que se preocupen por ella y por eso lo rechaza. Eres quien daría su vida por los demás, aunque odiarías que alguien lo hiciera por ti. Eres quien... —¡Basta!—Claro que me preocupo por ti. Aunque Vic susurró las palabras, estas zumbaron en el interior de Amaya. No esperaba que le respondiera, pensó que descartaría la pregunta o guardaría silencio. El corazón de la joven galopaba en su pecho, se colocó una mano en un intento de refrenar sus latidos, pero no se detuvo. Había decidido hacía mucho que no quería sentir nada más por nadie, vivir sin lazos era lo mejor cuando tenías que huir de un lado para otro. Y, en ese momento, pensaba que menos que nunca tenía sentido establecer relaciones. ¿Cuántos días le quedaban con vida? Un murmullo proveniente de la cama de Lisi rompió el momento, el aturdimiento de la curandera y el silencio de ambos. —Debería vestirme. —Sí —confirmó él antes de desaparecer del cuarto. Fue entonces cuando ella recordó que tenía que respirar, no había notado que había aguantado la respiración hasta aquel momento. Se vistió despacio, rebuscó entre la ropa que llevaba consigo sin hacer ruido para no despertar a la adolescente, que seguía completamente dormida. Cuando ya estaba preparada, salió de la habitación y comprobó que Vic no la estuviera esperando en el pasillo. No había rastro de nadie, parte de la tensión acumulada se desvaneció. Bajó las escaleras y no se sorprendió de encontrar a Amirah despierta, estaba desayunando sola. La curandera se sentó en la misma mesa, al instante el dueño del hostal colocó un plato delante de ella sin pronunciar palabra. —Respecto a lo de anoche... —No vuelvas a menoscabar mi autoridad, Amaya —la interrumpió la mercenaria, quien desprendía fuego por los ojos—. Ya no estás con nosotros, pero eso no significa que no debas respetar mi lugar en el grupo, no cuando te entremetes en un trabajo nuestro. ¿Entendido? —Comprendo. Y te pido disculpas. Amirah suspiró y desvió su mirada a la ventana. Ella entendía los sentimientos y las intenciones de su amiga, pero la curandera nunca había sido diplomática en sus valores y eso ella no podía permitírselo. Aquel era su trabajo, no podía imponerse a sus clientes ni decir lo que pensaba sin medir las consecuencias y, sobre todo, debía mantener el papel de líder frente a sus hombres.—Hablé con la gobernadora, a esta hora ya debe haber pedido audiencia con la señora de Pratdip. No faltará mucho para que tengamos noticias suyas. —Te dije... —Recuerdo muy bien tus palabras —respondió secamente—. Lo intentaremos por la vía diplomática y si no funciona, yo misma te ayudaré a entrar en el castillo. —¿Promesa? La pregunta arrancó una sonrisa a la mercenaria y negando con la cabeza contestó: «Promesa». En el piso de arriba, Helder inspiró y asintió confirmando a Danilo que era seguro bajar. Las aguas se habían calmado entre las dos mujeres. El elfo habría podido escuchar la conversación, pero respetaba en demasía la privacidad de los demás, rasgo compartido con el resto de su especie. Si no compartían esa regla no escrita, convivir se habría vuelto insostenible con el tiempo. —¿Me has dado un beso de buenos días? —preguntó Helder con una gran sonrisa coqueta. —Sabes que sí —le aseguró Danilo. —Yo no lo recuerdo, ¿estás seguro? —El humano puso los ojos en blanco y juntó sus labios, fue rápido. El elfo hizo un puchero—. ¿Es que no me amas? —Eres de lo peor cuando quieres. —Gracias. «No es un cumplido», iba a decir Danilo cuando los labios del elfo apresaron los suyos. Los besos de Helder eran igual que él, retadores, traviesos, coquetos, apasionados. Pasaron largos segundos hasta que se separaron. —Cualquiera diría que ayer no estuvimos hasta altas horas yaciendo. Un sonido de disconformidad sonó detrás de ellos. Botero, Rigo y Vic estaban ahí, en la puerta de la habitación que habían compartido. La mirada de Botero no indicaba nada, acostumbrado a esos intercambios después de tantos años con ellos; Vic y Rigo, en cambio, los contemplaban perplejos. En Tarsilia, las expresiones de amor solo se regalaban en los dormitorios, a puerta cerrada. Era extraño demostrar tus sentimientos, el adolescente no podía traer a su memoria ningún momento de sus padres en una situación parecida a la de los dos mercenarios. Vic, por otra parte, recordaba algunos susurros y caricias furtivas, aunque sus padres se las dispensaban muy pocas veces. Los dos escoltas se preguntaban si en el sur todos serían tan abiertos a sus sentimientos como aquella pareja de mercenarios, cuya tercera integrante se encontraba abajo desayunando ajena a lo que sucedía en el piso superior. —¿Bajamos? —propuso Danilo, sus mejillas habían adquirido un tono rosado. Botero asintió y lideró la marcha, todos le (lo) siguieron sin pronunciar palabra. Amaya y Amirah ya habían terminado de desayunar, la mercenaria insistía en pagar los platos; pero el dueño del hostal se negaba a recibir ninguna moneda, no paraba de repetir:—Está pagado. —¿No puede aceptar las monedas y ya está? —preguntó ya exasperada. El hombre empujó las monedas hacia ella y negó con la cabeza. —La gobernadora me subirá los impuestos si llega a sus oídos que os he cobrado cosa alguna. Me ha dicho que el pueblo junto al castillo se encargará de cualquier gasto surgido por vuestro hospedaje.La discusión quedó interrumpida por la llegada de un hombre que anunció que tenía un mensaje de la gobernadora de Pratdip para Amirah. El mensajero cogió aire y anunció con voz solemne: —La honorable señora de Pratdip concede una audiencia a Amirah y a la joven que la acompaña. Los demás deberán permanecer en el poblado. Amaya lanzó una mirada a la mercenaria, ya era un logro haber conseguido que la noble permitiera su visita, pero la orden de no dejar que el resto del grupo ingresara en el castillo le había pillado por sorpresa. ¿No quería la señora del lugar conocer a aquellos que habían conseguido restaurar la paz y tranquilidad al pueblo que ella debía proteger? Amirah se encogió de hombros al percibir la mirada de la curandera, una victoria era una victoria, aunque no hubiese salido como esperaban. —¿Nos acompañarás? —Sí, me han encargado guiaros hasta el castillo y llevaros ante la honorable señora de Pratdip. —Está bien. Traedme mis armas —ordenó la mercenaria y, cuando vio que el hombre iba a replicar, advirtió—: No pienso ir sin ellas. Si quiere, puede volver sin nosotras y decirle a su señora que rechazamos su invitación. El sirviente del castillo puso una cara de total consternación, incapaz de creer que alguien considerara contradecir a la señora de Pratdip. Miró a su alrededor a la espera de que alguien se atreviera a notificar a la mercenaria el error en su comportamiento, nadie abrió la boca. Después de unos segundos en completo silencio, el hombre suspiró y asintió. —Como gustéis. —El hombre les dedicó un gesto de respeto con la cabeza.Esperaron a que Helder, el más rápido, se hiciera con las armas y se las entregara a Amirah, quien rápidamente las colocó en distintos lugares de su cuerpo, llevaba hasta un total de nueve armas. —Comportaos durante mi ausencia —advirtió la mercenaria y se giró para buscar la mirada del elfo—. Específicamente, tú. —Volveremos pronto —prometió Amaya a los adolescentes, que la miraban preocupados. Y, con esas palabras flotando en el ambiente, los tres abandonaron la posada. El castillo de Pratdip se encontraba encaramado en una pequeña montaña, desde él se podía observar el pueblo en su totalidad y los terrenos que lo envolvían. Tenía una vista privilegiada, una posición idónea para vigilar todo lo que aconteciese por aquellos lares. Aunque ningún ejército se atrevería a intentar atacar aquella zona, la gente que no era de allí temía introducirse por aquellos bosques hasta llegar a aquellos pueblos. Los recaudadores de impuestos preferían esperar al límite de Miramello, un encargado reunía el dinero de todos los pueblos y se lo entregaba al recaudador de turno, que cambiaba a los pocos años. Las historias de las criaturas del norte hacían temer hasta a los más gallardos. A Amaya le sorprendió el cambio en el pueblo, había cobrado vida. Era imposible no tropezarse con gente, las personas se movían por las calles y los sonidos llenaban el lugar. Una escena muy diferente a la de la noche anterior, en la que Pratdip parecía abandonado, muerto, sin vida. Los habitantes sonreían, conversaban, jugaban, cantaban... La noticia se había extendido. El dip había muerto, ya no había peligro o, al menos, eso era lo que pensaban. —Las noticias vuelan —comentó la eathel para sí misma, escapó de sus labios sin quererlo. —Sí —afirmó el mensajero con la primera sonrisa que ambas forasteras presenciaron en su rostro—. La gobernadora ha anunciado la buena nueva muy temprano esta mañana y, antes de que el sol despuntara, todo Pratdip sabía que ya no teníamos que temer a la noche. Amaya se mordió el labio para no avisarle que el peligro no había acabado, que cualquier dip podría bajar y seguir los mismos pasos que el anterior. Amirah la miró disimuladamente por si tenía que frenarla en seco, pero no fue necesario. La curandera no tenía intención de romper la felicidad que bailaba en el ambiente, que disfrutaran de aquella relativa paz por unas horas, se lo merecían después del miedo de los últimos días. Y, después de todo, ella sabía que los culpables de la presencia de los dips no estaban allí, sino encerrados en el castillo que se alzaba imponente, una fortaleza que dejaba a las que personas que representaba que debían proteger a la merced de una criatura que solo se movía por un motivo: obedecer la orden de un dios. Mientras avanzaban, algunos rostros se giraban para contemplarlas y los cuchicheos se empezaron a formar en las bocas de los habitantes de Pratdip. La mayoría se apartaba a su paso, pero otros se acercaban, se inclinaban y susurraban «gracias». Amaya no sabía cómo actuar ante esto, en su vida, el agradecimiento siempre iba unido a la muerte. Amirah, por el contrario, asentía simplemente. Saludar y sonreír se lo dejaba a sus compañeros, que solían ganarse el favor de la gente con más facilidad. Ella era la cara visible, la que hablaba con los clientes y no podía bajar la guardia. Cuando quedaban unos pocos metros para la escalinata que había que subir para acceder al castillo, las dos forasteras se percataron del grupo de niños que jugaba con espadas de maderas y pendiente de ellos se encontraban tres jóvenes. Entre ellos, estaba Ona, quien reconoció a la bruja. Salió disparada hacia ellas ante la mirada asombrada de sus cuidadoras. —Sigues tistre —afirmó mirando a Amaya, quien se sintió sobrecogida la inocencia y transparencia de los ojos de la niña. Ona era, para ella, un ser de luz. Así que por ella se obligó a esbozar una gran sonrisa. —¿Mejor? —preguntó a la vez que se agachaba para ponerse a su altura. Ona no contestó, alzó su pequeña mano y la colocó en la mejilla de la eathel. Un escalofrío la recorrió, una caricia muy parecida a las que le dispensaba su madre antes de que la maldición oscureciera su vida. Por unos instantes, Amaya olvidó todo lo malo y dejó que la muestra de cariño, atención, calentara su marchita alma. Era muy difícil para ella mantener siempre buena cara cuando se desvanecía y esos momentos los atesoraba, no había pasado ni futuro, solamente presente. No había máscara, no había dolor. No supo cuánto tiempo pasó, pero finalmente la joven colocó su mano sobre la de la niña y la obligó a retirarla. —Vuelve con tus amigos y dile a tus cuidadoras que no deberían dejar que te acercaras a personas que ellas no conocen, ¿de acuerdo? —Le revolvió el pelo y se levantó, observó como Ona obedecía sus órdenes y se giró hacia Amirah y el mensajero—. ¿Seguimos? El mensajero asintió mientras Amirah la miraba impasible, una lucha interna se hondeaba en su mirada. La eathel podía intuir la batalla que debía producirse en su mente, pero no pensaba comenzar de nuevo esa conversación en aquel momento y sabía que la mercenaria tampoco lo haría. Ascendieron con ligereza hacia la cima de Pratdip, las vistas eran preciosas desde aquella altura. Amaya las admiró y bebió la imagen que tenía ante ella, «Nathur es la única deidad a la que se debería amar, dio su vida para proteger a su creación». Solo le había importado después a Baal Hammon y este pereció en la primera guerra divina, ya nadie quedaba para proteger el legado de la hermana de Amalur. El mensajero saludó a dos guardias que estaban dispuestos en el rastrillo. Encima de ellos una barbacana que sería utilizada estratégicamente en caso de ataque, allí se situarían más guardias, quizás arqueros si veían venir un grupo de lejos. Su altura daba una privilegiada vista que los de a pie no obtenían. Las torres de defensa se alzaban imponentes, era la primera vez que Amaya iba a entrar en un castillo, su madre le había grabado a fuego que debía huir lo más lejos posible. «Las brujas no son bienvenidas en las fortalezas humanas», le recordaba siempre que preguntaba por ellas, luego cuando creía que no la escuchaba solía susurrar: «Ni en ningún otro lugar». —¿Estás bien? —preguntó Amirah cuando el mensajero se apartó para hablar con los guardias. La eathel asintió todavía pasmada por lo que veía, siempre los había contemplado de lejos—. ¿Segura? —¿Son todos iguales? —Muy parecidos —confirmó la guerrera del sur, todavía sin comprender la actitud y comportamiento de Amaya, parecía una niña descubriendo el mar. —¿Cómo será vivir con el conocimiento de que hay un muro para protegerte y gente que dará su vida por la tuya? Un aplastante dolor resonaban en las palabras de la curandera. La vida de una bruja se relataba con una única palabra: miedo. Miedo a que las vieran utilizando sus poderes, miedo a que alguien la delatara, miedo a ser perseguida, miedo a ser rechazada, miedo a ser condenada, miedo a morir por unos poderes que ella no había elegido... Había tantas razones por las que temer. La vida de las brujas, sin importar el clan, era una persecución sin fin. La protección que ofrecía un castillo era algo que nunca habían poseído y no lo harían en el futuro. Las agraciadas vivían en la clandestinidad, ninguna se arriesgaría a darse conocer. —Es otra jaula, Amaya —condenó la mercenaria— Al menos, para las mujeres. En las zonas de Epona y Netón, las mujeres no son más que objetos, enlaces y decoración. Su opinión puede tener algún valor, pero nunca será mayor que el de su padre, hermano o marido. Moriría antes de aceptar este destino y tú también. La libertad es mucho más importante que la protección. —Díselo a la niña que se acuesta todas las noches en una casita en el bosque temiendo que alguien entre y se la lleve, cualquiera puede pasear por esos lares; díselo a la niña que tiene miedo de que alguien descubra que es bruja, nadie va a impedir que la maten; díselo a...—Está bien, ya he entendido tu idea —la interrumpió bruscamente Amirah. —El ser humano suele moverse en extremos, o eres partidario de un dios o lo eres del otro. No entendéis que se pueda buscar la unión o no estar satisfecho con ninguno de los dos. La protección no significa la falta total de libertad y la libertad no significa desprotección completa, algún día espero que lo comprendáis. Cuando os deshagáis de esos pensamientos, avanzaréis. —Amaya se encogió de hombros, aunque sus ojos claros llameaban con pasión por sus palabras—. La vida es demasiado compleja para vuestro entendimiento. A mi parecer, el ser humano necesita una nueva forma de mirar y observar el mundo o acabaréis con él antes que los mismísimos dioses. —Este mundo nunca te ha merecido, Amaya. Aunque no olvides que sigues siendo parte humana. La curandera puso los ojos en blanco y aprovechó para darle un golpecito amistoso, como en los viejos tiempos. Puede que las brujas fueran muchos siglos atrás humanas a las que Amalur había concedido un don, pero había pasado tanto tiempo de eso que ninguna agraciada se consideraría parte de la especie humana. —La señora de Pratdip las recibirá en la torre del homenaje. El anuncio del mensajero rompió con la camaradería de las dos mujeres, los guardias volvieron a colocarse en su lugar en el rastrillo y anunciaron su llegada. Avanzaron hasta el patio de armas, había más guardias colocados estratégicamente, la amenaza no había desaparecido y, a diferencia del pueblo, ellos sí eran conocedores de ese hecho. Amaya siguió asombrada por las medidas de protección que se desplegaban ante sus ojos. Era un sueño hecho realidad, no por las riquezas, los clanes no andaban escasos de oro y reliquias, sino por la tranquilidad, quietud, placidez. El mensajero saludó con una pequeña inclinación de cabeza, que los guardias correspondieron con una sonrisa. La mercenaria no hizo ningún comentario, miraba a su alrededor, comprobaba la seguridad del lugar. Si veía algún punto ciego, se lo diría a la señora del lugar. Subieron unas escaleras que les llevaron directamente al gran salón, sin pasar por los almacenes, cocina y el cuerpo de guardia. Allí los esperaba una joven menuda sentada en un trono, parecía una niña desde la distancia. El gran salón no era muy vistoso visualmente, las paredes de piedras estaban particularmente desnudas simplemente adornadas por un par de estandartes. No era un castillo muy rico, se notaba en la decoración. El mensajero les indicó que lo siguieran, recortaron la distancia que los separaba de la señora del castillo y, cuando estuvieron a tres metros del trono, el hombre se inclinó y las anunció: —Mi señora, tal como pedisteis, Amirah, líder del grupo de mercenarios que la gobernadora contrató, y Amaya, joven que los acompaña, están en vuestra presencia. —Gracias, Pierre. Puedes retirarte. —Pero, señora...—Retírate, Pierre —repitió esta vez con menos amabilidad la señora—. Y llévate a los guardias contigo. Necesito hablar con ellas a solas. Aunque no pareció gustarle la decisión de su señora, el mensajero obedeció y se marchó cerrando la puerta del gran salón seguido por los protectores del lugar. Temía que las forasteras pudieran hacerle daño a su señora, era una preocupación válida, no las conocía de nada y la propietaria de Pratdip no podría defenderse por sí sola de ellas dos. La noble se levantó y se acercó a ellas. No era una niña, tampoco una adolescente; pero era muy joven, demasiado joven para haber tenido dos hijos y haber estado casada con un hombre que había fallecido de vejez. Amaya recordó las palabras de la mercenaria, los matrimonios concertados no eran hechos insólitos en la nobleza de la península. A pesar de su rostro juvenil, había una pesada dureza en su oscura mirada, no había rastro de jovialidad, inocencia en ella. —¿Quién es Amaya? Tenía una voz dulce, acorde a la imagen que proyectaba. El cabello, negro como la piel de un dip, recogido en un moño que despejaba por completo su rostro; unas pequeñas flores le servían como diadema y un vestido claro sencillo, sin rastro de pomposidad. Amirah pensó que era normal que pareciera más joven de lo que ya era, no se vestía como una mujer casada ni con una gran ambición por los lujos. Cuando aceptó el trabajo, se informó de los cambios en el pueblo. La primera vez trató con el difunto señor de Pratdip, un hombre que rondaba los sesenta años, y que era demasiado arrogante para su bien. Si no fuera por los habitantes que ninguna culpa tenían, pero eran en los que recaía las consecuencias, la mercenaria habría rechazo el encargo incluso por una gran cantidad de oro. Ella tenía principios y límites. —Yo... —afirmó la curandera tras cruzarse de brazos—. ¿Qué título prefiere?—«Señora» es suficiente. Por lo visto, mi rango impide que la gente pueda llamarme por el nombre que mis padres me dieron. El profesor de mis hijos me lo recuerda constantemente. —Amaya se la quedó mirando, la joven no se comportaba como se había imaginado que hacían los nobles tras cuchicheos y rumores que llegaban a sus oídos—. Es Margarida, mi nombre —aclaró tras una breve pausa cargada de peso.—Señora, ¿por qué nos ha hecho venir? —A Amirah no le gustaban los rodeos. La joven se giró hacia la guerrera del sur como si no se hubiera percatado de su presencia, inmersa en una inspección de Amaya, quien la había cautivado de forma inexplicable. —La gobernadora dijo que la joven Amaya posee un conocimiento excepcional sobre el problema que nos aqueja, es normal que tenga interés por conocerla, y usted es la líder del grupo de mercenarios que logró terminar con la inminente amenaza. No considero que sea una extravagancia haceros venir. ¿O usted lo considera así?—No, señora —añadió Amirah, no dispuesta a permitir que este asunto se le fuera de las manos—. Simple curiosidad. Después de todo, en la posada permanecen personas que han luchado y han puesto su vida en peligro de la misma forma que yo. Pensé que os gustaría agradecerles su esfuerzo también. Las comisuras de Margarida cayeron, sus ojos se nublaron. —Me encantaría premiar la gallardía, valentía de todos por igual; no obstante, me es imposible. Los hombres me horrorizan, me apresa el miedo en su presencia. La mirada de ambas forasteras se dirigieron a la puerta por donde el mensajero y los guardias habían desaparecido, la noble debió intuir su pensamiento porque añadió: —Los conozco desde que nací —explicó abriendo los brazos señalando el lugar—. Desde que mi difunto marido llegó a Pratdip, no he tratado con ningún otro hombre que no estuviera ya aquí. Mi esposo no era de trato... fácil. El miedo era palpable en sus palabras cada vez que hacía referencia al antiguo señor del castillo, ninguna de las presentes en el gran salón tenía dudas de que su aversión por los hombres había sido originada por el padre de sus hijos. Estaba todo grabado en su rostro, en la tirantez de su expresión.—Espero que les comuniquéis mi gratitud y aprecio, por favor. Amirah asintió. La mercenaria apretó con fuerza sus manos para no explotar, aquel tema sacaba lo peor de ella. ¿Cuántas mujeres eran víctimas de violencia a mano de sus maridos, aquellos que juraban ante un sacerdote cuidarlas y acompañarlas a lo largo de su vida? Había perdido la cuenta de las mujeres que había llevado a las islas Kanarien por este y distintos motivos, pero el germen siempre era el mismo: violencia hacia las mujeres. Margarida se giró hacia Amaya. —Primero uno, después... —comenzó a decir la señora de Pratdip. —«Primero uno, más adelante, serán dos y, cuando cerréis los ojos, una nube oscura envolverá el prado» —la interrumpió la curandera—. Sí, esas fueron las palabras de la amenaza que Baal Hammon dedicó a los residentes del valle. —¿Sabéis cómo poner fin a la maldición? ¿La causa? —Creo que usted ya la conoce. Y Amaya estaba segura de su afirmación, no tenía ninguna duda. Si algo había aprendido de su vida errante, era a leer a las personas. No creía que la joven atemorizada que tenía delante fuera mala persona, no había soberbia o villanía en su mirada. Sin embargo, pondría la mano en el fuego que, aunque hubiera sabido que su esposo actuaba de forma incorrecta, quizá por miedo o por la enseñanza que le habían dado, no se habría opuesto a los deseos de aquel hombre, quien había convertido su vida en un calvario incluso después de muerto. —La tumba —murmuró en un susurro casi imperceptible. —«Aquí descansa F.H., hijo de un dios. No perturbéis su sueño». ¿Qué palabra no entendisteis? Vuestra familia ha preservado la tumba del semidiós sin ningún incidente previo, ¿cómo dejasteis que esto sucediera? Había un claro reproche en la voz de la eathel, pues la familia imperante de Pratdip era la encargada de mantener el descanso de F.H. y conservar el sepulcro intacto. Después de tantos siglos sin incidentes, en la cabeza de la curandera era imposible comprender cómo habían permitido que un forastero pusiera de nuevo en peligro al pueblo que habían jurado proteger. —Mi marido poseía un carácter... difícil —confesó con un hilo de voz—. Era... horrible. Doy gracias a Epona porque mis hijos no tuvieran oportunidad de conocerlo. —Guardó silencio durante unos segundos mientras andaba dando círculos, buscaba calmarse, encontrar las palabras—. Me casé muy joven, mis padres murieron con muy poca diferencia meses después. En ese momento, todo cambió en mi matrimonio. Él era mayor, la diferencia de edad era algo que tenía que aceptar; pero de un día a otro se convirtió en una bestia. Yo lo hacía todo mal, cualquier cosa merecía un castigo. Cuando decidió que incursionaría en la tumba, solo hablaba con monosílabos si él estaba presente, y solo para confirmar lo que decía, nunca me habría atrevido a llevarle la contraria. Sé que hizo mal y que no cumplí con mi deber ante Pratdip, incluso cuando murió seguí sus instrucciones porque seguía temblando solo de pensar lo que él haría si no hacía lo que él pedía o debía. Incluso muerto, sigue en mi cabeza. —Margarita soltó un suspiro tembloroso, las lágrimas eran evidentes. Clavó sus ojos en los de Amaya—. No tengo excusa, he fallado a la gente que confía en mí, a la que he jurado proteger. No merezco su amor ni su estima y mucho menos las buenas palabras que me dedican. La curandera podía leer el arrepentimiento en su mirada, la situación con los dips no solo le preocupaba a la señora del castillo, sino también le dolía. Ella no podía imaginar por lo que había pasado aquella joven, casada con un monstruo de verdad, obligada a compartir con él su vida y su cuerpo, incapaz de oponerse por miedo a las reprimendas, las consecuencias. Verlo era una cosa, vivirlo otra muy distinta. —He mandado muchas misivas pidiendo a las distintas casas y cortes que permitieran a sus sabios venir aquí para ponerle fin a todo esto, pero todas son rechazadas. No se atreven a aventurarse por estas tierras, a pesar de comunicarles que escoltas experimentados los acompañarían tanto a la ida como a la vuelta. Mis ruegos han sido en vano. Nadie se preocupa por lo que le suceda a un pequeño pueblo de Miramello. —¿Habéis reconstruido la tumba? —preguntó curiosa Amaya. —Sí y no —contestó Margarida, después de unos segundos, suspiró y pidió—: Acompañadme, por favor. Amirah estuvo a punto de soltar: «Ah, ¿yo también? Gracias, gracias por acordaros de mí». Se sentía excluida, la señora de Pratdip parecía haber conectado con la eathel sin ningún motivo, a la mercenaria no le extrañaría que se hubiera olvidado de su presencia. ¿Veía algo en Amaya que ella no podía vislumbrar? Cuando salieron de la sala del trono, Pierre y los guardias seguían allí, el alivio en su rostro al ver que su señora seguía de una pieza era evidente para cualquiera. Margarida pidió al mensajero que prepara el dinero de la recompensa y viandas para los forasteros mientras ellas tres y los guardias iban a las mazmorras. El hombre se inclinó y fue corriendo a ejecutar el mandado. Dos de los guardias las acompañaron por las escaleras, bajaron tres tramos hasta llegar a la planta bajo tierra. Las mazmorras no eran un lugar cálido, reconfortable, el frío se metía en los huesos y una sensación de opresión se instauraba en el pecho de los que se aventuraban a entrar. No había nadie en las celdas, hecho que agradecían todos los presentes, los gritos y suplicas de los condenados o arrestados no eran plato de buen gusto. Amaya estaba tan inmersa en sus pensamientos que, a diferencia de la mercenaria, no se dio cuenta de la forma en la que tembló la señora de Pratdip cuando pasó por una celda en concreto. Se podía imaginar la forma tan cruel de castigar a su esposa por parte del hombre que había puesto la ambición por encima de la seguridad de su pueblo. Esta vez apretó tanto la mano que se clavó las uñas en la palma de su mano, chasqueó al sentir la punzada de dolor. Tuvieron que recorrer todas las mazmorras para llegar a un pasadizo que quedaba oculto desde la entrada, Margarida cogió una antorcha y pidió a los guardias que esperaran ahí. —¿Habéis retirado los restos? —preguntó Amaya mientras seguían a la joven que abría la comitiva. Amirah había preferido quedarse la última. —Nunca consiguió entrar, pero su osadía fue suficiente para despertar la maldición. —¿Cómo lo sabéis? —La mercenaria no puedo evitar intervenir. —Las letras en la piedra fueron escritas con la sangre de Baal Hammon —murmuró como si aquello explicara todo. Después añadió—: La primera vez que mi difunto marido intentó entrar no lo consiguió y, todavía así, un dip despertó. La segunda vez consiguió dañarla, para la suerte de todos murió allí mismo, como si el dios lo estuviera castigando por su atrevimiento. No consiguió abrir la tumba, que era su deseo; pero ya había profanado el sepulcro con su osadía. Amaya suspiró, se había equivocado. El sacrilegio no tenía la magnitud que ella había creído. Seguro que habría una manera de arreglarlo. —¿Qué tienen que ver las letras con la aparición de más dips? —insistió Amirah. —La sangre de los dioses es dorada y brillante, las palabras del epitafio a pesar de los siglos que han pasado relucían... hasta que él agravió el sepulcro. No importa que hayamos intentado restaurar la parte afectada, las letras siguen apagadas. Sé que solo cuando todo vuelva a ser como era, Pratdip estará a salvo. —Se detuvo y giró su cuerpo hasta que su mirada y la de Amaya conectaron—. Por favor, ayudadme. Os lo suplico. Amaya sintió la presión, no sabía si podía solucionar aquello. Había creído que simplemente con extraer el cuerpo del antiguo señor del castillo sería suficiente, pero ahora comprendía que no podía ser tan sencillo, no cuando un dios estaba involucrado. Margarida confiaba en ella, esperaba que tuviera un remedio para arreglar la situación; la curandera no estaba tan segura de ello. —No puedo prometer nada. —Vio la desilusión en sus ojos—. Pero lo intentaré. —Gracias —susurró con voz queda la señora de Patdrip. —¿Qué sucederá si no encontramos una solución? —Amaya le lanzó una mirada a la guerrera del sur, no necesitaba más presión añadida. —Le contaré la verdad a mi pueblo, daré dinero para todo aquel que prefiera abandonar Pratdip, no los retendré cuando no es seguro. Daré la cara, se lo debo. Entonces se apartó y quedó a la vista de las dos forasteras la puerta del sepulcro, a pesar de haber perdido el brillo todavía se podía leer con claridad: «Aquí descansa F.H., hijo de un dios. No perturbéis su sueño». La piedra con la que se había tapiado la tumba se veía antigua, aunque resistente, nada extraño al tratarse de la creación de Baal Hammon. La leyenda, aquella que se perdió con el tiempo, recogía que el dios de la protección no dejó que nadie lo ayudara, él solo creó el lugar del descanso eterno de su amado hijo. Tardó tres días en construirlo todo, trabajó sin parar y cuando estuvo terminado él mismo llevó entre sus brazos a Fenicio y lo depositó en su tumba. Después cerró el sepulcro y lo marcó con su sangre, advirtiendo que su amenaza sería eterna. Nadie molestaría a su hijo, ni vivo ni muerto. Amaya delineó con la punta de sus dedos las palabras, al instante pensó en las piedras mágicas, marcadas también con la sangre de aquel dios que pereció en la única guerra divina que se había librado hasta el momento. La señora de Pratdip tenía razón, había perdido parte de su resplandor. Esperó sentir algo, una señal que le ofreciera una respuesta al enigma de cómo arreglar aquello, pero no sucedió nada. Bajó la mirada hacia la parte afectada, todavía húmeda por el arreglo improvisado. Sus ojos se deslizaron aún más abajo, restos de piedra permanecían en el suelo. Se puso de rodillas y posó la misma mano con la que había acariciado la puerta en el piso, noto los pequeños trozos de piedra bajo su piel, la magia latía en ellas, en el mismo polvo. Su sangre empezó a bombear con gran velocidad, su latido tronaba en sus oídos. La magia viva en aquellas motas minúsculas era sorprendente, había tanta vida en ellas, Baal Hammon había empleado una inmensa cantidad de poder. No había escatimado en nada para la última morada de su amado hijo. —¿Amaya? —La voz de Amirah le llegó como un susurro. «No está completa», pensó en voz alta—. ¿Qué? —No está completa —repitió. —¿Qué no está completa? —insistió la mercenaria alzando la voz. Aquello sacó a la eathel de sus pensamientos, levantó la vista del suelo y la dirigió hacia las dos mujeres. Ambas la miraban extrañadas, incapaces de comprender lo que había pasado. La bruja parecía absorbida por algo que ellas no eran capaces de comprender y percibir. —La puerta —contestó sorprendida por haber hallado la posible razón de que la amenaza siguiera activa—. La puerta no está completa. —¿Cómo es posible? —Se entrometió esta vez Margarida. Amaya les dio de nuevo la espalda y contestó: —Baal Hammon no solo escribió con su propia sangre el epitafio, dio forma al sepulcro con magia. Incluso el polvo de las piedras que vuestro esposo destrozó forman parte de él. —Paso las manos por el filo de la puerta—. Apartaos, por favor. Tanto la mercenaria como la humana la obedecieron sin articular palabra. La curandera cogió aire y empezó a pronunciar un cántico en un idioma que la señora de Pratdip no era capaz de entender, eran las mismas palabras una y otra vez, eso era lo único que alcanzaba a comprender la joven. Al principio era un susurro, pero el volumen iba aumentando hasta que pequeños fragmentos depositados en el suelo comenzaron a elevarse, polvo que empezó a brillar dando muestra de su poder, era una imagen que ninguna de las presentes iba a olvidar. Amaya de rodillas, rodeada por motas resplandecientes, delante de la tumba de un semidiós. —Acepta las disculpas, Baal Hammon, os lo suplicamos. Ellos no tienen la culpa. Después de pronunciar la súplica, la eathel movió las manos en dirección de la puerta hecha de piedra y las motas siguieron su movimiento estampándose contra ella. Seguían centelleando y, tras unos segundos, perdieron su brillo para que este fuera a parar a las letras. La puerta estaba completa.—Gracias, gracias —repitió sollozante la señora del castillo y luego dirigiéndose a aquel que había fallado—. Lo siento, gran dios, os fallé a vos y a vuestro hijo. Daré mi vida por proteger vuestro legado, aunque para ello tenga que caer en el olvido. Amirah la rodeó y fue directa hacia su amiga que seguía arrodillada en el suelo. —¿Estás bien?—Sí —contestó todavía impactada por lo que acababa de hacer—. ¿Amirah? —La mercenaria la miró esperando que continuara—. Gracias por hacerme venir a Pratdip, a saber cuánta gente habría perecido si no lo hubiera hecho. No es que sea alguien especial, cualquier bruja podría haberlo hecho, pero ninguna de ellas habría venido, así que... gracias. Hemos salvado a muchas personas, la maldición no se habría detenido. Amaya se levantó con la ayuda de su amiga, en el momento que se puso de pie una sensación extraña que nunca había experimentado se apoderó de ella. Todo a su alrededor daba vueltas, duró unos segundos, lo suficiente para llamar la atención de la guerrera del sur. La curandera desechó la preocupación inicial, la magia de los dioses era poderosa, concluyó que la habría afectado de alguna forma interactuar con ella. Después de todo, las eathel no enfermaban. —¿Volvemos con los nuestros? Amirah asintió, pero no había rastro de alegría en su rostro.

La heredera de AmalurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora