Palabras que duelen

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Mientras Vic se alejaba de su vista, Amirah se mordió la lengua para no soltar una retahíla de insultos. Su trabajo como mercenaria le había enseñado a mantener la calma incluso en los peores momentos, pero aquel joven removía en ella sentimientos nada agradables. La guerrera del sur se pregunta qué había visto su amiga en ellos, qué tenían unos simples humanos que no tuvieran ellos... Después de todo, debajo de ese odio hacia el escolta se escondía algo que no tenía nada que ver con Vic, sino con el rechazo que había ocasionado el hecho de que Amaya hubiera encontrado un hogar en un grupo que no era el de ella. Amirah siempre había estado orgullosa de la familia que había creado, donde no importaba qué fueras, siempre había un lugar para ti; pero aquella joven, la primera a la que había considerado una amiga de verdad, no había encontrado su lugar y se había marchado... Lo había aceptado, mas no le había gustado nada los lazos cada vez más estrechos que se iban formando entre ella y los humanos y no podía disimular porque estaba segura de que llegado el momento alguien resultaría herido y apostaría su mano a que esa persona sería Amaya...

—Amor... —la llamó Helder, se acercó poco a poco a ella y colocó su barbilla entre el hombro y el cuello de ella. Amirah no rechazó el contacto—. Nuestra amiga no es una niña, ella decide con quien vivir y con quien llorar. Si no desea que esté allí, le dará una patada. Si lo desea, ¿quién somos nosotros para interponernos?

—Helder tiene razón, Amirah. Es hora de aceptar, por mucho que duela, que su lugar nunca fuimos nosotros. No destroces tu amistad con ella por esto. Déjalo ir... Y, aunque no te guste Vic, mínimo acéptalo y toléralo, por Amaya.

Lisi y Rigo escuchaban la conversación sin interferir mientras intentaban con todas sus fuerzas desviar sus miradas para no colocarlas sobre los mercenarios tal como les gritaba su cuerpo que hicieran. Los adolescentes no comprendían el rechazo de la guerrera por su compañero, él era igual de humano que ellos y no había hecho nada que, a sus ojos, resultara tan inaceptable para ganarse el rencor que el escolta suscitaba en la joven. Tanto la princesa como el joven escolta no sabían cómo actuar, en medio de una conversación a la que no estaba invitados y los sollozos de una familia que se deshacía, sus ojos volaban por el lugar hasta posarse el uno en el otro. Y fue justo en ese momento que ambos comprendieron que ya no eran unos niños y que el mundo que los rodeaba no iba a protegerlos como habían hecho sus progenitores años atrás. El camino los había fortalecido, pero lo sucedido en aquel lugar del norte de la península había marcado un antes y un después para sus jóvenes corazones, que todavía seguían creciendo. El mundo era cruel y nada podía cambiar ese hecho.

Mientras, Vic se guiaba por el sonido de los sollozos de la eathel para llegar hasta ella. El lamento de Amaya lo laceraba, era una espada al rojo vivo clavada en su pecho en un movimiento continuo. A la vez que se acercaba al origen del llanto, el escolta pensaba que había sufrido muchas heridas en su trayectoria en el ejército; pero ese dolor no se asemejaba de ninguna forma al originado por escuchar a alguien que te importaba sufrir. El hecho de saber que había muy pocas posibilidades de que con palabras o acciones hicieras desvanecer el tormento de esa persona le rompía por dentro, sentía una gran impotencia, ni siquiera sabía qué decirle, solo sentía que debía hacerle saber que estaba ahí.

—Amaya... —Los sollozos aminoraron, todavía rompían el silencio pero habían pasado a ser como un murmullo, tan suave como el sonido del agua de un río tranquilo—. Tú decides: ¿deseas que me vaya o que me quede?

Vic escuchaba su respiración irregular acompañada de un llanto que era incapaz de esconderse, a pesar de los intentos de la eathel por calmarse, el humano era capaz de ver las lágrimas viajando por su rostro sin la necesidad de estar delante de ella. Incluso sin verla, su imagen estaba nítida en su mente, podía imaginarla recostada en la pared de madera, las manos sobre el rostro mientras intentaba ahogar su lamento sin resultado, el cabello caído sobre los hombros, los dedos temblorosos por los nervios... No necesitaba verla para sentir su dolor. Pasaban los segundos y todavía no obtenía respuesta, iba a volver a preguntar, pensó en acercarse más; pero prefería dejarle espacio, no quería presionarla con su presencia. Había aprendido tras su accidente que la soledad se anhelaba y, aunque amaba a su familia, era algo que había aprendido a las malas, además de que los demás se sentían atacados, rechazadas por ese silencio. No quería hacerle a Amaya lo que sus padres le habían hecho, para evolucionar se debía aprender de los errores del pasado y no volver a cometerlos: una asignatura pendiente para el ser humano.

La heredera de AmalurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora