«Gigantes autem erant super planitiam in diebus illis...»

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―Amaya. Eh, despierta.

La bruja abrió los ojos somnolienta, una tenue luz se filtraba por la tela de la tienda. Retrocedió al encontrarse a Vic a pocos centímetros de su rostro.

―¿Qué sucede? Eguzki ni siquiera ha empezado a brillar.

―Están dormidos.

Amaya reprimió la tentación de poner los ojos en blanco. Era normal que el sueño los hubiera atrapado, lo normal era dividir la noche en horas para que eso no sucediese; pero Vic había establecido desde el primer día que una única persona lo hiciese al hacer guardia él toda la noche entera.

―Déjalos descansar ―murmuró ella mientras se daba la vuelta para volver a dormir.

―No quería revolver tus cosas, pero necesito una de tus mantas para echársela por encima. ―Amaya suspiró, no iba a volver a conciliar el sueño―. Lo siento.

Se levantó y rebuscó entre sus bolsas hasta que sacó una de las mantas, se la tendió al escolta. La curandera le dijo que saldría en un momento, Vic desapareció después de asentir y se volvió a quedar sola en la tienda.

Bostezó y estiró los músculos todo lo posible, unas horas más de sueños no los habría matado. Comprendía las dudas y el temor del escolta, pero las piedras los protegían de ojos indiscretos. Hacer guardia era simplemente una actividad inútil, sin ninguna función efectiva; pero ella no iba a opinar al respecto porque entendía que una vez todo se acabara, ellos no tendrían las piedras para protegerse. Mejor no acostumbrarse a esa sensación de protección y calma. Amaya frunció el ceño, si todo iba bien, moriría al final de este viaje y sus cosas quedarían desamparadas. «¿Las eathel vendrían a buscarlas?», se cuestionó mientras se ponía los zapatos. Guardó la camisa y sacó otra nueva, se planteó que deberían aprovechar el río Mijares para lavar su ropa y rellenar sus botas. Aunque primero tendrían que cruzar el río, no quería sorpresas.

Para cuando salió de la tienda, Vic había cubierto a los chicos y había preparado el lugar para el desayuno. Esta vez no cazarían, tendrían que apañarse solamente con los regalos de Altea.

―Les daremos unos minutos más, pero deberíamos salir pronto ―comentó el escolta sin levantar la mirada de su espada.

―De acuerdo. ―Amaya supo que quería decirle algo más, se recogió el pelo en una coleta mientras le daba tiempo a Vic a reunir el valor para verbalizar lo que le rondaba por la mente―. Pregunta.

―El hechizo de ayer... Dijiste que no podías hacer daño.

―No puedo matar ni hacer ninguna herida que pueda ser mortal. El dolor que le infringí era mental, no podía matarlo.

―Es como un subterfugio ―concluyó Vic, aunque no parecía muy convencido.

―Supongo que se puede ver así. Sí.

El hombre no dijo nada por un tiempo, interiorizando sus palabras. El hechizo de ayer era un recordatorio del inmenso poder de las brujas, seres agraciados por la más poderosa de los dioses; quien les otorgó una magia con unos límites muy difusos. Sin embargo, él había estado dispuesto a torturarlo para hacerle hablar. ¿Eran tan diferentes? Al menos, ella no lo había matado y había conseguido respuestas que necesitaban.

―¿Quieres saber algo más? ―preguntó la curandera sin temor, sabía que si querían llegar todos a Mirmanda, tendrían que confiar en ella. Los seguidores de un hipotético heredero serían el menor de sus problemas. Y en su interior era consciente de que no sería tan fácil como llegar al castillo de Astarté y pedirle la Matrona, nada relacionado con deidades era sencillo o rápido.

La heredera de AmalurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora