Busgosu

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«Dar vida a los necesitados y muerte a aquellos que ya no tienen reparación», Vic le daba vueltas al juramento de las eathel. Un voto que las obligaba, forzaba a actuar de una forma, incluso si eso iba en contra de sus instintos. Algo muy similar le sucedía a él, su vida estaba por debajo de la de sus protegidos y, en su tiempo en el ejército, su vida era solo un medio para mantener el reino: su voluntad se encontraba a merced de alguien, siempre. Él hacía tiempo que se había hecho a la idea, su vida estaba ligada a la de Lisi, esa había sido su promesa. Amaya, por el contrario, simulaba ser libre; pero estaba anclada a ese juramento de una forma tan intrínseca que muy pocas personas podrían comprender. Sin embargo, sus diferencias no importaban, ambos habían pronunciado sus juramentos y estos eran cadenas, cadenas que los constreñían y presionaban a hacer actos que los asqueaban, que manchaban su alma.

El escolta comprobó que Lisi y Rigo seguían el carromato sin dar muestras de cansancio, estaba preocupado por ellos. No quería que fueran presos del miedo, tampoco que avanzaran sin tener conocimiento del peligro al que se enfrontaban... Era una línea muy delgada por la que deseaba que transitaran y no estaba seguro de que fueran capaz de hallarla, ni él mismo creía que pudiera hacerlo en aquel momento.

La familia dirigía la comitiva, Amaya no tenía más remedio que hacer honor a su juramento y nadie pensaba dejarla sola, así que iban todos con ella. Vic tenía grabada en su memoria la expresión de la curandera cuando de la boca del niño había escapado el que parecía ser el mayor temor de esta tierra, el horror en su rostro había sido como ácido recorriendo su estómago. Con el tiempo que habían pasado juntos, el escolta sabía que había muy pocas cosas que asustaran a la eathel y el hecho de que Busgosu fuera una de ellas no auguraba nada bueno. Amirah era otra persona que lucía preocupada, lejos de la impasibilidad que siempre reinaba en ella menos cuando dejaba claro el odio que sentía por él.

El camino se adentraba cada vez más en el bosque, daba la sensación de que los engullía y los árboles se alzaban imponentes, estableciendo una frontera, un límite. Una fortaleza natural.

—¿Llegaremos pronto? —gritó Danilo, quien no dejaba de lanzar miradas al elfo, que poco a poco empezaba a dejar de lado la palidez enfermiza que había adquirido. El olor nauseabundo no había desaparecido, pero se había minimizado.

—No más de tres minutos —contestó la mujer todavía con la voz trémula. Sus ojos iban y venían de su hijo a Amaya en un ciclo que no parecía tener fin, como si no pudiera creer lo afortunados que eran por haber encontrado un remedio para sus males.

La eathel no había vuelto a abrir la boca después de anunciar que los ayudaría, había escogido esa palabra porque era consciente que excepto ella y quizás Amirah nadie comprendía cuál era el motivo por el que la necesitaban, qué querían que hiciera... Y si de ella dependiese, no se enterarían nunca; pero sabía que eso era imposible.

—¿Y son habituales? —preguntó Danilo, luego especificó—: Digo, los ataques del Busgosu. ¿Y por qué no lleváis a vuestro otro hijo con vosotros si precisa ayuda también?

Los padres del niño empalidecieron, de repente, parecían enfermos. Sus rostros recordaban al que Helder había lucido minutos antes. Aleix empezó a sollozar de nuevo, la tensión en el ambiente cada vez más pesada ahogaba a los presentes.

—¿Alguien puede contarnos qué es tan malo como para que no queráis hablar? —Vic se había cansado del silencio, consciente de su estallido, intentó repararlo—: La incertidumbre es mucho peor.

Amaya clavó sus ojos en él, inexpresivos, sin vida. El escolta se estremeció, nunca había visto esa mirada en la joven. Parecía tan rota, perdida, sin rumbo. Aquella visión lo sobrecogió, su corazón se sintió pesado, frágil. No quería verla así, jamás.

La heredera de AmalurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora