Sentimientos a flor de piel

3 2 0
                                    


La vuelta a la posada fue mucho más silenciosa que la ida. Tras despedirse de la señora de Pratdip —quien se comprometió a ocultar de forma definitiva la tumba sepultando la entrada para que nadie volviera a acceder al lugar de descanso de Fenicio Hammon— y recoger la recompensa, más algunos regalos, se marcharon sin mirar atrás. El castillo representaba distintas cosas para cada una, sin embargo, nada ataba allí a ninguna.

Antes de entrar en el edificio donde sus amigos y compañeros de viaje las esperaban, Amirah se giró hacia la curandera y le preguntó si estaba bien, la curandera asintió extrañada, ella se sentía estupendamente. Habían solucionado el problema y si Margarida cumplía su palabra, nadie volvería a ver un dip durante toda la eternidad. El semidiós descansaría en paz, esta vez para siempre.

La mercenaria abrió la puerta, su rostro siempre serio albergaba aquel día una frialdad y apatía más severa que la de costumbre. Amaya no sabía qué le rondaba por la cabeza a su amiga, pero no quería forzarla. Aquella paz entre ellas pendía de un hilo y no iba a ser ella quien la hiciera añicos.

—Entonces... —comenzó a decir la eathel cuando Joanet hizo acto de aparición.

—¿Cómo está mi más maravillosa amiga? —La voz estridente del trasgo consiguió que varios transeúntes se giraran buscando el origen de tan peculiar voz, no lo vieron, aunque tampoco habría importado. A este nivel de Miramello las criaturas eran muy comunes y se volverían aún más cuanto más se acercaran al norte, a Mirmanda.

—Yo entro —anunció Amirah y desapareció dentro de la posada dejándolos solos.

El trasgo revoloteó por su cara, logrando hacerle cosquillas. Ella sonrió antes de estirar su mano para que él la chocara, a lo que la criatura correspondió el gesto con acrobacias nada necesarias que solo tenían como objetivo lucirse frente a ella. Joanet siempre conseguía ponerla de buen humor con su actitud positiva y comentarios.

—¿Qué haces aquí? —preguntó ella en un susurro mientras Joanet seguía con su espectáculo de piruetas.

—¿Acaso no estás contenta de verme? —El tono dramático al extremo le arrancó una carcajada. «No podría estarlo más», contestó Amaya para apaciguar a su amigo. Entonces el trasgo añadió—: Estaba preocupado por ti.

Sus palabras llegaron al corazón de la joven, después de separarse de los mercenarios, él era el único vínculo estable que había atesorado. Sin embargo, no era una relación constante, de día a día, se veían puntualmente, de forma intermitente. Sobre todo, cuando se necesitaban mutuamente. Los dos se preocupaban por el otro, pero Joanet tenía su propia familia y, aunque se querían, ella también era su trabajo. Por eso Amaya no soportaba quitarle tiempo que podía disfrutar con sus seres queridos, ella sabía muy bien cómo de rápido la vida llegaba a cambiar.

—Gracias por preocuparte por mí, pero estoy bien. —El trasgo no se veía muy convencido—. De verdad, estoy bien —repitió y curvó sus comisuras lo máximo que pudo para que la creyera—. ¿Sucede algo?

—Quería verte —admitió Joanet, sonaba muy serio—. Martinet me ha contado lo del dip, no ha debido de ser fácil para ti. Te lo preguntaré de nuevo: ¿Estás bien?

Los labios de Amaya no se separaron por mucho que ella lo deseara, no obstante, lágrimas acudieron a sus ojos sin permiso. Tragó saliva en un intento de contenerse, no quería llorar con Eguzki iluminando el día, Ilargi era mejor compañía, al menos, eso pensaba la eathel. La mirada del trasgo le rogaba que no le mintiera, así que empleando todas sus fuerzas para romperse hizo una promesa:

—No, pero lo estaré.

—Lo sé. Siempre has sido una mujer muy fuerte, Amaya. —El rostro de Joanet tomó un semblante serio, atípico en él—. Aunque a veces está bien ser vulnerable y apoyarte en los demás. Yo estaré en cualquier lugar y hora que necesites, no lo olvides.

La heredera de AmalurDonde viven las historias. Descúbrelo ahora