Capítulo 17

4 1 0
                                    

–Estamos llegando – informa Liam, a segundos de estacionarse.
–Fue un lindo viaje – asegura ella.
Él asiente con una leve sonrisa resignada. Luego decide bajar del auto junto a Rowdy. Paris, por su cuenta, lo sigue sin hablar, limitándose a contemplar el lugar; a llenarlo de su presencia, ahora más que nunca.
–Jamás pensé en venir aquí otra vez y peor contigo. No quería que recordaras este lugar – admite él.
–Tranquilo papá, debí haber tenido cerca de dos o tres años, ¿Cierto?, En realidad no puedo recordar mucho, no me puede lastimar.
–Tú decías dos. Lo enfatizabas con tus dedos o eso creías, me mostrabas cuatro dedos. Cargabas en tus manos un mimo de trapo y yo, siendo amante del teatro, no pude evitar sonreír – La voz se le quiebra –  Recuerdo ese día como si lo hubiese vivido ayer, ¿Cómo podría olvidar el día en que me salvaste la vida, hija?, ¡Hoy lo recuerdo más que nunca y me lastima! – exclama –¡Me lastima tener que abandonarte en el lugar donde te encontré y, mírate: ahora sin el pequeño mimo de trapo haciéndote compañía! ¿Por qué insistes en quedarte en este lugar?
–Nada mal para una niña de dos años, ¿Verdad? –dice  levantando las cejas con una sonrisa – Tienes que saber que no me estás abandonando papá; aquí me encontraste y me encontrarás siempre. Este es nuestro lugar, aquí podemos venir a encontrarnos, te lo prometo.

Liam no puede evitar ver las cicatrices en sus antebrazos. Los blancos antebrazos con esas largas y burlonas cicatrices creando puentes entre las muñecas y las sangraduras; cicatrices creando heridas que jamás podrán sanar.  Él la toma de las muñecas y con la yema de los dedos, con suma delicadeza: toca el relieve corrugado en la dermis. Convirtiéndose, cada parte tocada, en brillantes pavesas violetas.
–El sol saldrá pronto – le recuerda.
–¿Puede el sol sanar tus cicatrices?
–Cuando el sol salga no tendré más cicatrices, ya me habré ido. No tengo nada para sanar papá, no estoy herida; aquí es dónde he decidido estar.
–Por favor… – le implora con la mirada, mientras Rowdy lanza un gemido de angustia, presintiendo los sucesos venideros.
Con dulzura, ella se inclina hacia el perro; viejo amigo de la infancia y compañero de tanto obras como secretos. En los oscuros ojos del canino se dibujaba el rostro ya violeta de nuestra princesa suicida; en el pelaje rubio sus caricias impregnadas desde hace décadas perrunas y en su lengua, el sabor de un rostro que no volverá a lamer.
–Tú también sabes dónde encontrarme, ¿Cierto? – le dice mientras le hace mimos – ¿Me vas a extrañar, precioso?, yo te extrañaré mucho – Rowdy aúlla sin fuerzas – ¡Sí!, ¡Te extrañaré muchísimo!– el animal sigue aullando, sigue llorando y ella lo cubre entre sus brazos para intentar calmarlo – No estés triste, corazón. Nos veremos pronto, te lo prometo. Debes quedarte aquí con papá, ¿Puedes cuidar a papá por mi? – le pregunta con precisión, como si esperase una respuesta y el perro le responde con ladridos secos, seguramente afirmando; aunque lo doblegue la vejez.
–Ya lo escuchaste – le dice a Liam – y tú también tienes que cuidarlo – añade, mientras da las últimas caricias a su amigo, a su gran dragón dorado.

Al ponerse de pie ve a su padre, con la mirada alquilada por el miedo y por la negación. Le sonreía nerviosamente, sin saber que hacer o decir – te prometo que lo voy a cuidar – informa, en referencia a Rowdy. Paris asiente y le devuelve la sonrisa, ella y él ríen por un tiempo, unos cuantos segundos que se vuelven mágicos. Segundos en los que Liam puede ver que, aquel rostro violeta y sonriente frente a él, se transforma en el rosa pálido y aún más sonriente rostro que protagonizaba las tardes más felices entre sillas y cartones. En esos contados segundos, los momentos felices que habitaban en las memorias, volvieron a existir; y esa calle vacía y oscura se llenó de plenitud y brilló como nunca jamás lo hará. Fue así, por unos cuantos segundos frente a una futura vida en pena.
–El sol saldrá pronto – le recuerda ella, por tercera vez.
–Ojala el sol ya no saliera más – reniega.
–Me iré con él papá. Deberíamos aprovechar estos segundos y despedirnos. No me dejes ir así – le suplica.
Con lágrimas en los ojos, Liam asiente y pone su mano en su mejilla; de la cual comienzan a brotar pavesas brillantes y violetas – Mi pequeña – sonríe – tienes que saber que hiciste, en mí, la vida. Que ninguna obra de arte o ciudad homónima, puede albergar tanta magia como un instante vivido a tu lado y soy testigo de ello. Que, si ha sido tu elección, deseo que la muerte, te trate más bonito que la vida que dejaste, justo aquí: al lado de la mía, y ya te extraño – la voz se le rompe, no puede continuar; él sabe y ella lo sabe que no es necesario continuar.
Ambos se unen en un abrazo etéreo; uno de esos en los que, inevitablemente, una parte de la esencia y gracia de un involucrado, se convierte en parte del otro ser en cuestión y del cual, jamás podrá deshacerse. Una marca de por vida que sangrará en silencio. El cuerpo de París comienza a encenderse al tacto, arrojando chispas violetas por todo el entorno oscuro.
–Te irás cuando salga el sol, te esfumaras como si fueses una idea en mi cabeza una mañana de domingo. Pero yo seguiré aquí pensándote, amándote, ¡Princesa mía!… que poco se dice para lo que se quiere decir; pero mientras no se hayan inventado más palabras: yo te amo Paris y así será por siempre.
–Perdona mi cicatrices, padre. Nunca quise...– le llora en sus hombros – nunca quise hacerte daño.
–¡No, no! Perdona tú mis heridas abiertas, por las cuales he estado supurando.
Los rayos del sol comienzan a alumbrar los cabellos, poco a poco los rostros, los hombros y el resto que sobra. El cuerpo de París pronto comienza a borrarse de la realidad palpable, pronto comienza a desaparecer.
–Lee la carta – le dice ella.
–¿Cuál carta?
–Sé que la encontraste.
–¿De qué hablas?
–También te amo papá – le sonríe – adiós.
–¡No, no, espera…! – El sol había salido por completo. El cuerpo (cada vez más brillante y violeta) de París se había esparcido en el viento, había desaparecido entre el aura matutina. Dejando un vacío en los brazos y sobre todo: en el corazón y alma de Liam – también te amo – añade este en voz baja, seguido de un gemido del anciano Rowdy – Lo sé, mi amigo. Se ha marchado… se ha ido para siempre – le explica, mientras lo acaricia.

No pasa mucho tiempo después de lo sucedido, cuando desde aquellas pavesas violetas y brillantes que habían caído del cuerpo (o alma) de Paris, esparciéndose por cada lugar donde el viento frío de tal amanecer las hubiese colocado. Desde cada una de esas cenizas, símbolos de incineración; brotan seres con alas y de pronto, aquel escenario recién tocado por la luz del sol,  se ve abarrotado de un mar de mariposas violetas, volando por el cielo, nacidas de Paris, de sus cenizas. Llevándola a todas partes.
Liam deja rodar una lágrima de felicidad – Rowdy, ve esto – le habla al animal. No puede evitar sonreír con agudas carcajadas. Disfruta hasta que, una a una, cada mariposa violeta se pierde en lo vasto del cielo y la tierra. Para entonces, el sol ya ha cubierto toda esta mitad del planeta, ya ha comenzado otro día.
Habiéndose marchado hasta la última mariposa que rondaba en la calle; Liam y Rowdy volvieron al auto y al abrir la compuerta: salieron tres o cuatro pequeñas mariposas producto de las primeras tres o cuatro cenizas que habían caído del tacto con la cicatriz, más temprano en la madrugada. Las pequeñas mariposas se posan sobre la nariz de Rowdy, adornando su rostro por unos segundos hasta que, torpemente las ahuyenta con sus patas delanteras y se esfuman por la ventana.
–¡Increíble, ¿No? – le dice a Rowdy – cuando tú estés en ese lugar: quiero que busques a un  pastor australiano de poca altura y de orejas grandes, cuya dueña fue Emma Aurbenz. Y cuando lo encuentres: quiero que le digas que tú y él compartieron sus vidas con las personas más increíbles de este mundo y hubo un tercero que, sin merecerlo, tuvo la suerte de coexistir con ellas y que las llevará siempre en el corazón.

Mariposas En ParisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora