Capítulo 14.

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Pasé todo el día con una falsa sonrisa en el rostro, fingiendo estar feliz y encantada con mi nueva estancia en el instituto y mis nuevos compañeros. En cuanto llegó la noche y nadie estaba para oírme ni verme, comencé a llorar. Lloré desconsoladamente, y la verdad que ni siquiera sé bien porqué lo hacía. Sólo me apetecía llorar, y nada más.

Los días siguientes fueron peores, mis compañeros me ignoraban, como si yo no existiera, con la excepción de la chica que el primer día estuvo hablándome sin parar. Los profesores me parecían de lo más exigentes, todas las buenas notas que sacaba en el colegio ahora no parecían importar, nos explicaban cosas tan avanzadas que me sentía idiota, como si casi no supiera ni sumar ni restar ni siquiera escribir coherentemente. Aunque todas las asignaturas por horribles que eran las consideraba pasables, lo que de verdad era un horror eran las clases de educación física. Yo casi no podía subir unas escaleras sin asfixiarme y el profesor pretendía que corriéramos durante X minutos. Casi todo el mundo corría sin cansarse, y ahí iba yo. Tratando de hacer mi mejor esfuerzo, toda despeinada con los mechones de la coleta fuera, la cara roja y brillante del sudor, medio ahogada y con la dignidad por el suelo mientras que las demás chicas iban perfectas, sin estropearse ni un poquito sus perfectos peinados. Por suerte, mi compañera parlanchina era igual de inútil y negada para el deporte que yo, si no seguramente me hubiera suicidado al finalizar la clase en el baño de chicas. Después de dar varias vueltas infernales al patio para calentar, por si no fuera poca humillación, llegaba el turno de dividirnos en equipos para realizar diferentes ejercicios grupales. Creo que no es necesario decir quién salía elegida de las últimas, ¿no?  

Alma gélida y de porcelanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora