19| Ojos crueles

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Las calles de Quirrot estaban llenas de personas y antorchas encendidas, estaban celebrando algo y no sabía qué, así que le pregunté a Prim.

—Empezamos septiembre y es el mes del fuego, cuando se celebra el nacimiento del rey y nos visitan los demonios— explicó con normalidad.

—Sí, así que no mires a nadie a los ojos si no quieres servirle a los demonios por el resto de tu vida.

No lo iba a hacer, así que caminé mirando el piso hasta que me fue imposible hacerlo porque habían personas haciendo malabares con fuego y otras demostraciones. Era impresionante.

No había nadie que pareciera demonio, eran todas personas normales viendo los espectáculos, tocando flautas, otros instrumentos que no conocía, y bailando.

Quirrot estaba lleno de un aire festivo.

Pero entonces ocurrió algo extraño. Un hombre hizo un truco en el que parecía escupir fuego y cuando la llama se acabó vi a otro hombre joven que se parecía a Herderis. No podía ser él, pero tenía la misma sonrisa ladina.

Creí que estaba loco y traté de apartar la mirada, pero no podía, tampoco seguí caminando, lo estaba esperando a él, que se acercaba.

Era de mi altura y sus ojos eran tan negros que no se distinguía su pupila.

Fue rápido cuando me besó y sentí que su boca estaba prendida fuego, era como un ácido caliente. Él tenía los ojos cerrados y yo el ceño fruncido, cuando salí de la sorpresa lo aparté.

—Aléjate de mí— gruñí.

—¿Qué?

—¿Eres sordo? Te dije que te alejaras.

—¿Por qué no estás de rodillas?

Definitivamente estaba loco. ¿Acaso creía que por besar a alguien sin permiso lo iba a poner de rodillas? Tenía que estar enfermo.

—Vete a la oscuridad— escupí.

—De ahí vengo— dijo con una sonrisa— y tú vienes conmigo.

—No— sentencié.

Me di media vuelta y me encontré con Prim mirando la escena con la boca abierta.

—Te... te estamos esperando— dijo sin despegar la vista de mí.

—Vamos— dije y lo agarré del brazo.

Caminamos rápido y los encontramos en la calle principal, que estaba más vacía a medida que nos acercábamos al palacio.

Cuando llegamos, el que nos compró nos indicó que no habláramos a menos que alguien nos lo pidiera y que nos volviéramos a poner los pañuelos. Lo hicimos e inclinamos la cabeza.

No podía ver el palacio, solo el piso de piedra gris, que cuando entramos al salón se volvió negro. El clima era helado.

—Leryon, que grato es tenerte otra vez.

Sentí el impulso de levantar la cabeza cuando escuché la voz de Herderis, pero la quería mantener pegada a mi cuello.

—Lo mismo digo mi rey, y no he venido con las manos vacías, le traigo a las mejores mascotas de Balcé.

—Eso lo veremos. De rodillas.

Reaccioné tarde, solo fueron unos segundos pero era suficiente, además había algo en mi interior, quizás un orgullo selectivo porque no quería hacerle caso a Herderis.

—No son los mejores al parecer, quizás si los veo...

No podía verlo, pero sentía su mirada sobre mí y me incomodaba, me hacía sentir inferior y, en ese momento, lo era.

El Exilio del Príncipe [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora