02| Una jaula

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Luego del entrenamiento me di un baño y me vestí con la ropa que las criadas prepararon especialmente para ese día.

Era una camisa holgada de cuello alto, con un corsé, y el chaleco que dejaba el pecho descubierto y solo tenía botones dorados en el abdomen, todo era blanco y de las mejores telas al igual que los pantalones. Los puños de la camisa eran más grandes que lo acordado, pero no se veía mal así que no dije nada. Las botas altas también eran blancas, pero estas tenían puntas de oro.

Había un saco, pero no me lo iba a poner porque era realmente incómodo llevar tantas capas de ropa apretada cuando tenía alas.

Me senté en el banquito de madera frente al espejo para ponerme mi tiara, esta no era grande como la de mi madre. Era pequeña e iba alrededor de la frente. Tenía hojas doradas y plateadas y un diamante en el centro.

No tenía tantos detalles extras y por eso me gustaba, de todos modos mi cabello cubría la mayoría de la tiara.

Al cuello del corsé le abroché unos abalorios de cadenillas de oro con diamantes negros que le quitaban lo vacío a mi atuendo.

También me puse un pendiente en la oreja derecha, tenía dos perlas en la parte superior y le colgaban pequeñas cadenas de un tono celeste.

Todos los miembros de la realeza en Balcé llevaban pendientes en una oreja desde el nacimiento y con todos los logros honorables se debían colocar otro, pero solo los reyes usaban dos pendientes en ambas orejas. Los pendientes eran una marca de poder y me encantaba la idea de tener diez en cada oreja, como mi tarara abuelo.

Algún día tendré más, pensé.

—Príncipe, ya es hora— dijo la sirviente que me trajo la ropa.

Me puse de pie y extendí mis alas junto a un movimiento de hombros para quitarme los nervios, las devolví a su lugar y mientras caminábamos en dirección al gran salón, se arrastraban en el piso.

Llegué y mi madre estaba sentada en el trono de cristal con detalles de oro y plata. El trono era más alto que ella y tenía enredaderas de oro que subían por todo el espaldar y se enroscaban en el apoyabrazos. Era un trono muy hermoso, pero la más hermosa era mi mamá.

Ella tenía el cabello rojizo, sus pómulos definidos al igual que su mandíbula y sus ojos eran tan rojos como los míos. En esa ocasión llevaba un peinado recogido para mostrar sus grandes pendientes dorados con piedras azules, que iba a juego con la gran corona de diamantes y zafiros. Su vestido tradicional era blanco y tenía mangas abiertas que llegaban al piso, pero no se arrastraban, tenía decoraciones doradas en el cuello alto y en el escote en forma de rombo sobre el pecho. Se veía muy elegante y hermosa como siempre.

A su lado estaba Locomory, que también se había puesto un vestido de cordones negro con hombreras anchas de metal y mangas abiertas que salían de las mismas, en su cinturón colgaba su espada, que tenía una funda a juego.

Las dos se reían de algo y no notaron mi presencia, quizás fue porque no me anunciaron. El sirviente se dio cuenta e hizo lo que se suponía que tenía que hacer hacía ya dos minutos.

—El príncipe Zahiredd ya está aquí, su majestad— anunció con voz fuerte.

La mirada de las dos mujeres recayó en mí mientras avanzaba lentamente hacia el trono de mi mamá, que algún día sería mío, pero esperaba que faltaran años para ese día.

Me estaba examinando con la mirada y me aterró no saber lo que pensaba.

Entonces se paró del trono y bajó las pequeñas escaleras del estrado hasta llegar a mí, tomó mi rostro con sus manos cálidas y sentí un escalofrío porque mi piel era como la noche de invierno más fría.

El Exilio del Príncipe [#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora