Capitulo quince: Limones, pasillos y el loco sin dientes.

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Hace muchos (muchos) muchos años.

Jake Williams:

Mis dientes de leche eran chuecos. Es ridículo, pero a mi siempre me dio risa que se llamaran así, porque no podía evitar imaginar que, efectivamente, estaban hechos de leche sólida.

Me miraba al espejo y me enojaba lo chuecos que eran. Sacaba la lengua y me fijaba en como mis paletas se chocaban entre ellas, porque estaban torcidas. Luego pateaba algo. Porque nunca me enseñaron qué hacer con el enojo. O la frustración.

—¡Irina! ¿Cuándo se caen los dientes? —le grité, subido a un banquito, para poder verme en el espejo del baño.

No recibí respuesta. Y si algo nunca tuve fue paciencia. Y mucho menos a los siete años. Así que solté un grito, como si me hubiera lastimado. Nada. Así que grité otra vez, pero está vez para molestar, hasta quebrarme la voz, con la garganta lastimada.

Irina llegó caminando con rapidez, y me tiró del pelo cuando me vio. Yo me queje y le saque la lengua, enojado. Irina solo rodo los ojos, como una adolescente.

—¡¿Cuándo se caen los dientes?!

Irina volvió a la cocina, exclamando cuán insoportable era.

—¡No se, no se! ¡Quítalos si no te gustan, Williams! —la escuche golpear con fuerza la mesa usando el trapo.

Yo me rasque la cabeza, porque no sabía que se podían sacar. Me mire otra vez. Mis ojos, grandes y marrones. Mi pelo corto pero despeinado y mi piel. Siempre sucia con tierra, porque me gustaba jugar en la vereda.

Y mis dientes. Chuecos. Como los de George.

Odiaba estar en casa, porque era aburrido. Irina solo llamaba por telefono, escuchaba música bien alto o limpiaba cosas que ya estaban limpias. Así que, sin preguntar ni avisar me puse mis chanclas y me fui. Cerré la puerta de golpe y caminé por la vereda.

Hacía calor. Mucho calor, creo que fue el peor verano de todos. Los hombres caminaban sin remera, sudados por completo y las mujeres tenían el pelo recogido en alto. Incluso Irina, quien siempre intentaba ser lo más prolija posible.

—¡Jake, Jake!

Sentí unas manos sobre mis hombros. Un pequeño Toto se lanzó sobre mí, riendo. Llevaba una gorra, para protegerse del calor y no tenía remera. Su sudor me mojo la espalda. Yo lo empujé y él volvió a reír, empujándome de vuelta. Nos peleamos en broma, hasta ambos caer al suelo.

—¿Quieres ir a jugar?

—No tengo ganas de ir con los otros.

—Vayamos a jugar nosotros entonces. ¿Sabías que el otro día entró la policía a una casa cerca de la mía?

—¡No jodas! —exclamé, levantándome del suelo.

—¡Si, si! ¡Vinieron con las armas y todo! ¡Les gritaron que salieran! Yo me desperté y todo, porque hicieron mucho ruido.

—¿Y se llevaron a la familia? ¿Cómo fue? —pregunte, curioso.

—Todos gritaron y salieron corriendo. Nadie entendía nada. Mi abuela me dijo que me quedara en casa, pero los espié por la ventana.

—¿¡Y dispararon?! —puse mis manos en forma de arma, disparando a la nada.

Toto negó con la cabeza varias veces. Luego pateó una piedra, pensativo. Nos quedamos callados varios segundos, hasta que yo volví hablar.

—Imagina que la policía entre a tu casa un día ¿Qué harías? —fingí dispararle, con mi arma invisible.

—¡Cállate! —gritó, y me pegó en el brazo.

El Loco se enamoró de la Luna (BORRADOR) / BLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora