Capítulo veinticuatro: El Loco es como los perros.

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Hace muchos, muchos años.

Jake Williams.

Una persona no tarda más de unos minutos en morir ahogada en el agua. Pero es casi imposible ahogarse por voluntad. Si uno tiene control de su cuerpo (o sea, no está borracho ni drogado) y se lanza a una piscina nunca va a poder morir. La mente siempre va a querer rescatar al cuerpo.

En el patio de nuestra casa teníamos un tanque de agua azul que recolectaba la lluvia. Era alto y de plástico duro.

Aunque uno sepa que no puede ahogarse, siempre al experimentar algo así entra en desesperación. Una corriente eléctrica desde los talones hasta la nuca te obliga a intentar moverte. Intentar encontrar aire, oxígeno. Intentar sobrevivir. Sobrevivir.

Cerré los ojos con fuerza y en los segundos que estuve fuera del agua tomé una bocanada de aire. Intenté hacerlo lo más rápido posible. Me vi obligado nuevamente a bajar la cabeza. Choque contra la superficie del agua y sentí mi nariz arder. Mi corazón iba rápido. Rápido. Rápido.

Pero no con el mismo sentimiento que cuando lo hacía por Moon. Era miedo. Miedo. No me daba terror la oscuridad, los perros grandes o los cuentos de fantasmas. La única cosa en la tierra que me generaba esa sensación era George.

George.

El mismo que estaba agarrando mi cabeza, con una expresión neutra. El mismo que con fuerza, pero sin hacer esfuerzo, la hundía en el agua. Tosí con fuerza cuando otra vez vi la luz del sol, y no me dio suficiente tiempo para tomar aire. George volvió a bajar mi cabeza y yo abrí en grande los ojos. Abrí la boca y tomé la asquerosa y caliente agua.

Golpeé varias veces el tanque, quizás como una forma de hacerle saber a George que si no me dejaba volver a respirar iba definitivamente a desmayarme. Aunque quería desmayarme.

O desaparecer. Siempre quise desaparecer. Solo un poco. Un rato al menos. No soñaba con otra vida, aunque probablemente era que ni siquiera podía imaginarla.

Mil veces desee volver a nacer. Si lo hiciera, entonces tendría una casa grande y muchos hermanos. Podría usar el cabello largo, porque en secreto siempre quise hacerlo. Vería películas con mi hermana y mi papá me enseñaría a jugar al fútbol.

Pero como eso era imposible, solo juntaba aire para no ahogarme en un tanque de plástico, en el patio de mi casa. No quería morir ahogado en un tanque de plástico. Y menos en el patio de mi casa.

Al final George me soltó y yo caí, porque mis rodillas no aguantaban más el peso de mi cuerpo. Tosí. Tosí mucho.

Lloré, aunque ni siquiera me di cuenta que lo estaba haciendo. Me temblaba el cuerpo y quería respirar. Necesitaba respirar.

George me observó desde arriba y me volvió a pegar, con su mano. Intente protegerme con mis brazos, como los perros callejeros, que huyen al escuchar una patada. Me sentía como eso. Un perro.

Los perros que se crían a base de golpes ladran mucho, pero cuando ven a una persona acercarse corren. Huyen. Porque como dice el dicho, perro que ladra no muerde. Un perro callejero. Perro.

No recuerdo porque empezó la pelea. En realidad no fue una, porque en las peleas ambas personas están al mismo nivel.

Con George nunca era una pelea. Siempre fue él golpeándome a mí. Él gritándome a mí. No había nada de justo en eso. No había respuesta de mi parte. Al segundo que uno suelte en una jaula a un pit bull y a un perro salchicha, el pit bull va a arrancarle la cabeza al otro de un solo mordisco. Entonces no llamaríamos a eso pelea. Lo llamaríamos injusticia.

El Loco se enamoró de la Luna (BORRADOR) / BLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora