Capítulo treinta y dos: La lluvia que hizo correr al Loco y la Luna

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Hace muchos, muchos años.

Jake Williams

Estaban peleando, no recuerdo bien porque, aunque probablemente no había un motivo que justifique esa situación.

Gritaban tan fuerte que las paredes parecían a punto de caerse. Irina movía los brazos, de arriba a abajo y su voz se quebraba con los gritos, gritos que lastimaban los oídos.

Cuanto entré, por la puerta principal, George giró como un toro excitado con el movimiento de una bandera y se acercó a mi.

Corrió, mejor dicho.

Me agarró de la nuca y el cuello y me sacudió como cuando era pequeño. Fuerte, apretando tan fuerte hasta dejarme marcada la piel. Me mareé y estuve por vomitar. No podía respirar. Le golpeé los brazos. George no parecía dueño de sí mismo, sus ojos ni siquiera me miraban, porque no estaban ahí. No gritaba, no hablaba, estaba serio e inexpresivo. A veces le pasaba y a mi me aterraba, porque no había forma de calmarlo.

—¡Loco, loco! —recuerdo que gritó Irina, en algún momento.

Loco. La locura era parte del apellido Williams. Como una carga en la espalda. Mi abuela se había vuelto loca tras una situación que nunca me quisieron contar, pero Irina lo decía siempre, como un recordatorio.

Mi abuelo era aún pero mi padre y ambos compartían el mismo apellido. Williams. Me da asco decirlo. Pronunciarlo.

Recordar que ese es mi apellido. Que es mi sangre, mi historia. Los Williams terminan rotos. Y la gente rota nunca se arregla. Viven rotos y así terminan locos. Locos. Locos.

Me daba miedo ser eso. Romperme tanto y volverme loco. Impulsivo, incontrolable, como un animal.

Un viejo triste, amargado, solitario.

No sabía cómo iba a poder ser feliz. Estar bien. Si era hijo de George. Hijo de mi apellido, de mi familia. Y me negaba a aceptarlo, pero lo era. Era Jake Williams.

Y estaba roto. Y eso me enojaba. Porque no sabía llorar. No veía la posibilidad de ser normal si no sabía cómo llorar.

Y las personas rotas se quedan rotas. Para siempre.

Eso pensaba yo en ese momento, que daba vergüenza, que lo único que tenía que hacer era aprender a ocultarlo. Como las cicatrices, que se tapan, se esconden. Porque aunque no le haya dicho a Moon que era un debilucho por tener cicatrices, a mi me daban vergüenza las mías. La de mi ceja, la de mis brazos, todas.

Cuando un plato se rompe uno lo desecha, cuando una pintura tiene un error, nadie quiere comprarla, cuando un escultor golpea mal el mármol lo tira y empieza de cero. Así funciona, con las personas también.

Yo se que los recuerdos te hacen lo que eres y que uno aprende las cosas cuando debe hacerlo y toda esa mierda. Pero si pudiera borraría todos esos años de mi mente y me enseñaría mucho antes que eso, que todo eso era mentira. Que no era así.

Irina lanzó un vaso de agua helada al rostro de George y todo el cuarto se congeló. Caí al suelo y ninguno de los tres dijo nada. Hubo un silencio terrorífico.

Me levanté y corrí. Corrí tan rápido que casi tropiezo y caigo de cara al suelo. Huí de esa casa dejando atrás una serie de gritos que nunca antes había escuchado y me perdí entre las calles de tierra. Me agaché porque tuve una arcada, pero no vomité nada.

Me desvié hacia unos caminos de tierra que llevaban a la estación de tren.

Me senté sobre un tronco podrido y observé como del otro lado de la reja la gente se iba en esos trenes. Pasaba uno cada un largo tiempo, así que entre tren y tren yo solo observaba a las personas. Algunos intentaban colarse y descubrí que había una forma de hacerlo, que a la mayoría le servía.

El Loco se enamoró de la Luna (BORRADOR) / BLDonde viven las historias. Descúbrelo ahora