Capítulo trece:

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23 DE DICIEMBRE

Casi lo conseguimos.

Guíe el barco manteniéndonos siempre cerca de la costa hasta que llegamos al estado de Oregon, entonces viré en dirección al río Columbia para volver a internarnos en el continente.

Faltaban sólo unos cuantos cientos de metros para entrar al río cuando el mar comenzó a bullir a nuestro alrededor.

Lamentablemente, reconocí al monstruo: caparazón córneo rosado, cola de cangrejo plana y patas de milpiés.

—¡Escolopendra!—gritó Artemis, saliendo desde el interior del barco con su arco en ristre.

El monstruo nos observó desde arriba, con aquella cara viscosa y rosada de un enorme siluro de ojos muertos y vidriosos. De sus fosas nasales brotaba un bosque de tentáculos que se retorcían en nuestra dirección.

Cuando embistió contra nuestro barco, toda la estructura chirrió y tembló, inclinándose peligrosamente hacia estribor.

—Maldición... ¡Ahora no Kate!

Realmente no estaba de humor para enfrentarme a los nenes de la diosa de los monstruos marinos, pero supuse que debería habérmelo imaginado desde antes.

Artemis saltó entre los tentáculos de la criatura, posicionándose a mi lado mientras cargaba una flecha. Todo su cuerpo comenzó a emitir una luz argentada.

—¡No!—la detuve.

Me fulminó con la mirada.

—No te atrevas a...

—Hey, no quiero que gastes nada de tu energía hasta que lleguemos con Orión—insistí—. Yo me encargo de Gambazilla.

—Pero...

—Artemis—la tomé de la mano—. No quiero que te lastimes luchando por una estupidez como esta.

Un rubor dorado subió por su rostro mientras asentía a regañadientes. Me sentí mal por usar los sentimientos que ahora sabía que tenía por mí en su contra, pero en ese momento tenía peores preocupaciones.

—¡Oye, feo!

Destapé mi espada y eché a correr hacia el monstruo.

¿Tenía un plan?

No, ¿siguiente pregunta?

Recordaba a esa criatura de mi viaje en el Argo II. Si no me equivocaba, Leo y Hazel la habían derrotado con bombas de fuego griego.

No obstante, era un recuerdo borroso y distante. Había estado noqueado desde antes del ataque del monstruo porque a Jason y a mí se nos ocurrió que sería una genial idea combinar nuestros poderes para crear una tormenta que nos dejó completamente secos.

Ahora no tenía bombas de fuego, ni a Jason, pero sí una estúpidamente fuerte determinación por ayudar a Artemisa a recuperar su arco, y ningún siluro súperdesarrollado iba a detenerme.

O eso pensaba yo antes de ser mandado a volar unos cincuenta metros de espaldas por el latigazo nasal de Gambazilla.

Eso fue humillante.

Reboté unas tres veces sobre la superficie del océano antes de finalmente hundirme. Giré sobre mí mismo en el agua y volví a cargar.

Conforme me aproximaba a mi objetivo, más agua se acumulaba a mi alrededor. Al final de mi carrera, acabé montando una ola unas tres veces más grande que la propia Escolopendra.

Embestí con un rugido y dejé que la muralla líquida se estrellase contra el monstruo, que emitió un bramido mientras era alejado del barco.

Aterricé en la cabeza de la criatura y comencé a repartir tajos de un lado a otro, pero nada de lo que hacía parecía afectar al monstruo en lo más mínimo.

Al final, Gambazilla hundió la cabeza nuevamente en el agua, arrastrándome consigo.

Ordené a las corrientes que me impulsasen mientras nadaba a su alrededor, buscando mantener la atención de la criatura fija sobre mí.

Al mismo tiempo, ordené mentalmente al barco que llevase a Artemis hacia el río Columbia. Sólo necesitaba dejarla a salvo en tierra y podría desentenderme de la pelea, pero como no podía ser de otra, el monstruo no iba a dejármelo tan fácil.

Extendió sus tentáculos para aferrarse al barco, evitando que se moviera. Incluso desde la distancia. fui capaz de sentir toda la presión puesta sobre el motor de la nave. Me lancé contra sus desagradables bigotes e intenté cortarlos, pero eran simplemente demasiados.

Antes de darme cuenta, me vi rodeado de extremidades que se retorcían en mi dirección. Maniobré entre ellas lo mejor que pude formando un torbellino a mi alrededor para desviar los golpes, aunque sabía que tarde o temprano todo sería inútil.

No podía vencer a esa cosa por mí mismo. Al menos no estando dentro del agua.

Entonces tuve una idea la mar de estúpida, por lo que supe que podría funcionar.

Golpeé al monstruo en un ojo antes de comenzar a nadar tan profundo como pude, seguido de cerca por los tentáculos de la bestia. Ordené a las corrientes que levantasen grandes rocas del lecho marino y las lanzasen contra el monstruo, reduciéndolas a añicos al golpear su caparazón.

Seguíamos en aguas poco profundas, por lo que no me tomó demasiado tiempo llegar hasta el fondo del océano y volverme para encarar a Gambazilla.

La criatura se cernió sobre mí, tapando por completo la luz del sol. Me volví a preguntar si mi idea era buena, y ante la respuesta negativa, reafirmé el hecho de que funcionaría.

Me lancé contra el monstruo como si fuese un torpedo. Invoqué al océano para que me ayudase, formando una especie de capullo de agua a mi alrededor con el que golpe a la Escolopendra de lleno.

Y eso no fue todo. Muy por debajo de mí, el agua del mar se calentaba violentamente formando burbujas de gas bajo la corteza terrestre. Tenía sentido, claro, estamos a sólo unos 85 kilómetros de mi viejo conocido el Monte Saint Helens.

Sentí aquel desagradablemente familiar tirón en las entrañas que resultaba tan doloroso. Invoqué el agua que hervía en las profundidades del mar y la incorporé a mi movimiento kamikaze.

Un poderoso torbellino me envolvió y me arrastró hacia arriba. Cuando el infernal calor volcánico de las profundidades y el invernal frío del resto del mar entraron en contacto, el choque de temperaturas hizo estallar una columna de vapor ardiente.

Lo siguiente que supe fue que estaba cayendo.

Me hice una serie de preguntas mientras contemplaba distraídamente la idea de mi muerte:

¿Provocaría otra erupción volcánica? No quería ser el responsable de que evacuasen a medio millón de personas... otra vez.

Al menos Tifón ya no estaba allí, supongo.

¿Aterrizaría otra vez en Ogigia? ¿Podría salir de allí ahora que Calipso ya no estaba?

¿Cómo le explicaría a mi madre que me había lanzado a mí mismo fuera del continente?

¿Me perdonaría Artemis por dejarla de una forma tan estúpida?

Entonces caí en cuenta de algo.

¿Dónde estaba la Escolopendra?

Miré débilmente a mi alrededor. Me dolían cada uno de los músculos y temblaba sin poder controlarme. No obstante, me las arreglé pasa sonreír.

—¿Qué tenemos aquí...?

El monstruo me miraba con lo que parecía terror mientras nos desplomábamos por las alturas. Como hijo de Poseidón, mientras terminase en un cuerpo de agua, ninguna caída podría dañarme. Gambazilla, por otro lado, por muy monstruo marino que fuera, seguía sujeto a las leyes de la física.

—Le mando a Leo tus saludos—reí.

El mundo se volvió negro. Golpeé la superficie del océano a velocidad terminal y escuché una explosión de magnitudes bíblicas que no podía ser otra cosa que la Escolopendra volatizándose al estrellarse con el mar.

Luego, todo se convirtió en silencio.

Un Día de Caza: PertemisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora