Capítulo diez:

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Percy tomó su bolígrafo y encaró a su enemigo.

—¿Qué es lo que quieres Cupido?—gruñó.

Artemis se rió mientras lo miraba desde arriba.

—Sólo quiero que aceptes lo que sientes—dijo—. Admítelo y habremos terminado.

Percy destapó su arma, pero esta no se transformó en espada. En su lugar, Contracorriente tomó la forma de un arco dorado.

—¿Qué...?

Artemis soltó una carcajada.

—¿No lo ves?—preguntó—. Ese es tu mayor deseo. Quieres devolverme ese arco y que así sea tuya para siempre.

Percy lanzó el arco hacia un lado, sintiendo como todo su cuerpo comenzaba a temblar.

—¡No!—gritó—. Yo no... Artemis no... ¡Ahg! ¡Sólo cállate!

Artemis lo estudio con sus fríos ojos, entre sus manos sostenía uno de sus arcos de plata.

—Entonces lo haremos por las malas...

La diosa disparó, y el chico cayó de espaldas sintiendo como una flecha se encajaba en su corazón.

Se encontró cayendo por lo que se sintió una eternidad, con el viento rugiendo en sus oídos y la oscuridad absoluta rodeándolo.

Ya había estado allí antes, y el recuerdo casi bastó para quebrarlo por completo.

—Alguna vez ayudé a tu pobre amigo, Nico, a reconocer lo que sentía por ti—se burló la voz de Artemisa—. Y mientras él sufría, tú estabas aquí abajo. Un pequeño semidiós ante los horrores del cosmos, únicamente acompañado por un titán, un gato y... ella.

—Para...—murmuró Percy, sintiendo la ira bullir en su interior—. ¡Escúchame bien, maldito! ¡Sal de mi cabeza en este mismo momento!

El frío envolvió al chico, que se vio arrastrado por el río del sufrimiento hacia las profundidades del Tártaro.

"Esto... no es justo"—pensó—. "Eso fue un golpe bajo..."

—¿Esperabas que jugara limpio, Percy?—preguntó Artemis, dentro de su cabeza—. Ya se lo dije a Jason Grace en su momento. Soy el dios del amor. Nunca juego justo.

Percy soltó un rugido. El río explotó a su alrededor, viéndose ahora en el principia del Campamento Júpiter.

—Me hiciste volver al pozo sólo para traerme de regreso—gruñó—. No me das miedo.

—Al contrario—respondió una nueva voz a su espalda—. Te aterro.

Se giró sobre sí mismo, encontrándose con Reyna Ramirez-Arellano. No obstante, no estaba vestida con su usual uniforme de cazadora, sino con una armadura dorada y la capa morada de pretor que había usado antes de unirse al séquito de Artemisa.

—Muchos han estado dispuestos a amarte—dijo Reyna, tomándole por el rostro—. Pero únicamente pudiste corresponder a una persona...

La ex-pretor lo echó hacia atrás. Al reincorporarse, Percy se vio en el Campamento Mestizo.

—Pero ella se ha ido—le sonrió Nico di Angelo—. No fuiste lo suficientemente fuerte, y ella pagó las consecuencias. Pobrecita, ¿cuál era su nombre...?

—¡No te atrevas!—Percy se lanzó contra él, pero tropezó y volvió a caer, esta vez a travez del cielo infinito hacia el océano profundo. Su cuerpo estaba encendido en fuego.

—Y ahora, se te presenta una nueva oportunidad que tienes miedo de tomar—le susurró al oído Calipso, deteniendo su caída en seco—. Temes no poder salvarla, fallar otra vez y quedarte solo. Te consume la culpa y buscas expiarla desesperadamente.

Percy se lanzó contra la hechicera, tomándola por el cuello. Pero al cerrar su puño sobre ella, su rostro se transformó en el de Zoë Belladona.

—Pero ya le has quitado demasiado en el pasado—señaló, mientras comenzaba a deshacerse en polvo estelar—. ¿Y ahora le quitarás la libertad que ha tenido desde que nació? ¿La harás romper el juramento que ha mantenido durante miles de años?

El chico retrocedió aturdido. Ahora estaba en el salón del trono del Olimpo.

Se chocó de espaldas con Rachel Elizabeth Dare, quien aguardaba por él junto a la hoguera de Hestia, sosteniendo la Jarra de Pandora entre sus brazos.

—No sólo temes volver a amar, sino que temes volver a ser amado—sentenció—. Ahora que has probado el amargo sabor de la pérdida, no quieres poner un sólo pie dentro de mis dominios.

Percy sintió la tentación de hacerse un ovillo y llorar. Sus viejas cicatrices emocionales no paraban de volver a abrirse. No obstante, se recordó a sí mismo que nada era real. Encaró a Rachel.

—No voy a admitir nada—le espetó—. No hay nada que admitir. Has estado dentro de mi cabeza desde que comenzó este estúpido viaje. No sé que es lo que tienes en mi contra o de Artemisa, pero más te vale que nos dejes en paz antes de que...

El suelo se abrió a sus pies, tragándoselo antes de que pudiese concluir la oración.

Y finalmente, volvió al campamento.

Se encontraba solo en el pabellón comedor, observando un pedazo de pastel que yacía frente a sus ojos.

—¿Qué es lo que decías, Percy?—preguntó aquella voz—. ¿Acaso ibas a amenazarme?

Percy no quería mirar. Tenía miedo de alzar la mirada, pero al mismo tiempo, deseaba más que nada volver a verla.

Lenta y tímidamente se volvió hacia la dueña de la voz. Ella lo miraba con aquellos inteligentes ojos grises. Se veía tan hermosa y feliz como la recordaba.

—Annabeth...—murmuró—. Yo... lo siento tanto...

Ella le sonrió cruelmente.

—Sé que lo sientes—rió—. Pero eso no cambia nada.

Percy intentó alcanzarla, pero la distancia entre ambos comenzó a aumentar. El chico comenzó a correr tan rápido como sus piernas se lo permitieron, pero fue incapaz de cerrar la brecha.

Entonces el tiempo pareció detenerse, y Percy cayó de rodillas. Annabeth agonizaba en sus brazos.

—Deja de tener miedo—le pidió ella, mientras le acariciaba el rostro—. El deseo es algo natural. Finges desinterés, pero ardes en pasión. Deseas desear, deseas amar, y deseas ser amado de nuevo...

Su cuerpo se desvaneció en el aire. Percy rompió en llanto.

Una mano se posó sobre su hombro.

—Sólo tienes que decirlo, y todo habrá terminado—le prometió Artemis—. Es sencillo, sólo habla con la verdad.

Percy se abrazó a sí mismo.

—Yo te deseo...—murmuró—. Artemis... perdóname... pero realmente... te deseo...

Un Día de Caza: PertemisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora