Capítulo XXVIII

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Finales de mayo de 1973

La mujer de cabello rojizo corría con un bulto no muy pesado en sus brazos, atravesando el bosque de pinos el cual me resultaba ligeramente familiar.

Al instante, vi como la mujer se sacaba del cuello el misterioso y brillante medallón dorado con algo grabado en una de sus caras y lo dejaba junto al bulto que llevaba encima.

Y después la deslumbrante luz verde y el intenso e insoportable dolor que se acumulaba en mi cabeza como una advertencia.

Me incorporé de golpe, con la respiración agitada y el sudor recorriendo todo mi cuerpo.

Ya ni estando enferma podía dormir tranquila.

Durante los últimos meses, desde que apareció el medallón cuando volví a revivir el sueño en la clase de historia del señor Binns, el mismo sueño se había estado reproduciendo en mi cabeza con más frecuencia, casi todas las noches, como un recordatorio, una señal de que no tenía que olvidarlo pasará lo que pasará.

Como si fueras a hacerlo, si ya lo has soñado mil veces.

Daban igual los hechizos, pociones y remedios que leía de los libros de la biblioteca e intentaba replicar para reprimir el efecto de los sueños en mi cuerpo, seguían apareciendo y quitándome el sueño.

Y últimamente, con el insomnio, el estrés por los exámenes finales y el dolor que se extendía por mi cerebro cada vez que soñaba eso, estaba muchísimo más vulnerable mentalmente. Era casi incapaz de estar concentrada y evitando la intrusión de emociones durante muchas horas, y acababa completamente agotada cada día.

Y de esa manera es como he acabado enferma y en enfermería, casi sin poder moverme de la cama por vértigos, mareos y dolores en todo el cuerpo.

Intenté tranquilizarme y respirar hondo, tal y como me había enseñado madame Pomfrey. Según ella, a veces me daban… eh… ¿Qué era?

Ataques de ansiedad.

¡Ah sí! Eso, y me dijo que tenía que comenzar a controlarlos por mí misma. Aunque también la escuché murmurar que era muy joven para tener ese tipo de ataques, pero si supiese la cantidad de información emocional que podría llegar a pasar por mi mente cada minuto, lo entendería.

La cosa es que no lo sabe.

Obviamente no lo sabe.

Estando ya completamente calmada y viendo que Madame Pomfrey no estaba en la enfermería y la tenía entera para mí solita, decidí que era un buen momento para sentarme en el alféizar de la ventana para que me diera el aire y pintar un rato. Me levanté con cautela, sosteniéndome con la ayuda de la cama, y con torpeza conseguí dar varios pasos seguidos sin caerme al suelo. Cuando estuve totalmente segura de que no me tropezaría, cogí mi cuaderno y mis lápices de dibujo, me senté y abrí un poco la ventana, dejando que la brisa entrara a la estancia.

Abrí la caja de colores y comencé a pintar el paisaje en un folio en blanco. Comencé a pintar el atardecer con colores cálidos y el lago Negro, el cual reflejaba los mismos colores que el cielo. A pesar de que ya no daban los rayos del sol, y la iluminación había cambiado, continúe pintando las montañas de los alrededores conforme a la tonalidad del cielo y…

¿Madame Pomfrey?

Me fijé con atención en las dos siluetas que se alejaban hacia el sauce boxeador. Sin duda una de ellas era Madame Pomfrey, con su larga túnica y su característico peinado, pero iba acompañada de un muchacho alto, seguramente de segundo o tercer año, el cual no pude reconocer.

Que raro, ¿por qué se dirigirán ir al sauce boxeador?

¿Para qué les peguen una paliza, tal vez?

⋅Ataraxia⋅Donde viven las historias. Descúbrelo ahora