Capítulo VIII: Cena extraña.

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—Amelia, tanto tiempo sin verte ¡Mírate! Ya eres toda una señorita —exclamó el señor Andrews al verme abrir la puerta, yo seguía en blanco ¿Cómo es que mi madre no me avisó? De todos modos no la culpo, ella no podría saber que pasa por mi cabeza

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—Amelia, tanto tiempo sin verte ¡Mírate! Ya eres toda una señorita —exclamó el señor Andrews al verme abrir la puerta, yo seguía en blanco ¿Cómo es que mi madre no me avisó? De todos modos no la culpo, ella no podría saber que pasa por mi cabeza.

—Un gusto volver a verlo —fue lo único que logré decir—. Pasen, por favor.

Entraron a la casa, observándola. Supuse que se sorprendieron, no era como nuestro antiguo hogar, era mucho más pequeño.

—Harry, Stephen que placer verlos, por favor pasen, la cena estará lista en diez minutos —comentó mi madre mientras se acercaba a la escena, Stephen y yo evitamos mirarnos—. Él es mi esposo, John Brown.

—Un placer— John le ofreció la mano y el señor Andrews la aceptó—. Ven, vamos por una copa —lo llevó hasta su oficina.

¿Por qué los hombres siempre hacen eso?

Y ahí estábamos, Stephen y yo parados en la sala con un incómodo silencio de por medio.

—Que lindo hogar —rompió el silencio.

—Gracias, la casa la eligió John, fue una buena elección.

—No sabía que tu madre se había vuelto a casar.

—Si, fue hace unos años —esta conversación no llevaba a ningún lado.

—¿Las pintaste tú? —preguntó mientras señalaba el cuadro de margaritas amarillas que estaba sobre el sillón, yo asentí— es muy bello.

Sonreí incómodamente ¿En qué momento me comenzó a incomodar su presencia?

—Oye... —dijimos al mismo tiempo, ambos nos ruborizamos y bajamos la mirada.

—Habla tú primero —me dijo.

—Quería disculparme, si te hice sentir incómodo el otro día, hablé mucho y tal vez eso no fue lo correcto —le dije y justo en ese momento mi madre entró al comedor con la cena, jamón al horno con verduras.

—¡La cena está lista!

Antes de sentarnos Stephen pasó por al lado mío.

—No me haces sentir incómodo —susurró en mi oído y sentí que mi cara se enrojeció junto a una sensación extraña en el estómago.

Me senté en mi lugar de siempre, él se sentó enfrente de mí pero no me atreví a verlo a los ojos.

Llegaron John y el señor Andrews, agradecimos la comida y comenzamos a comer.

—Así que decidieron volver ¿Por qué? Claro, si se puede saber.

—Por supuesto, compré la casa por nuestro aniversario de bodas. Fue una sorpresa para Anna y Amelia. Yo sabía cuánto amaban este pueblo, conseguí un trabajo aquí y compré la casa.

Mamá rio.

—¿Y en dónde trabajas?

—En las oficinas de la empresa Wilson.

—Entre nosotros, pronto seremos colegas. Cuando mi Stephen y Elizabeth Wilson se unan en sagrado matrimonio —al escucharlo me atraganté y comencé a toser ganándome las miradas de todos.

—Lo siento —dije en voz baja mientras me servía agua.

—Oh, no sabía que se iban a comprometer, felicitaciones Stephen —le dijo mi madre, al verlo no parecía muy contento.

—Gracias.

—Claro está que hicimos un pacto con su padre, se comprometerán al cumplir dieciocho y nuestras empresas se unirán, Stephen las administrará en nuestra ausencia —entre más hablaba más ganas de llorar tenía.

Supongo que tiene un futuro escrito del cual no formo parte, pensé.

—Es un gran paso —comentó John.

La charla entre adultos sobre negocios siguió durante toda la cena, yo me aburrí ¿No existen cosas más interesantes que los negocios? Temía convertirme en adulta y que lo único de lo que se hable sea de negocios y trabajo, creo que la vida tiene artilugios mucho más divertidos.

Al terminar la cena los tres adultos se fueron a la oficina de John a hablar en privado, dejándonos a Stephen y a mi en la sala comiendo el postre, fresas con crema.

—Felicidades por el futuro compromiso —dije después de unos minutos de silencio.

—Gracias, supongo —después de un largo suspiro me preguntó:— ¿Alguna vez sentiste que tu vida ya ha sido escrita y nadie te preguntó si es la que realmente deseas en lo profundo de tu corazón?

—Supongo que no, mis padres siempre me dieron libertad de ser quien quiera. Al igual que John, supongo que quiere que sea feliz —suspiró y yo comí una fresa.

—Te envidio.

—La envidia es mala, o al menos eso es lo que dicen.

—Ya lo sé, es que a veces deseo poder tener un momento de paz y poder decidir sobre mi futuro. Que alguien se preocupe por mi. O simplemente me pregunté Stephen, ¿Qué es lo que quieres?

—Debe haber gente que se preocupa por ti, tu padre por ejemplo.

—Mi padre solo se preocupa por sus negocios —me sentí triste por él ¿Cómo podía haber padres que solo se preocupen por su trabajo y no por sus hijos?.

—Disculpa el atrevimiento pero ¿Eso significa que no te quieres casar? —se puso colorado y me arrepentí de la pregunta.

—No lo sé.

El silencio volvió, no quería molestarlo.

Después de un largo rato decidió hablar.

—¿Te acuerdas de cuando éramos niños?

—Por supuesto que sí, son ese tipo de recuerdos que nunca se irán de mi mente.

—Deberíamos volver al arroyo. No he ido en años, mejor dicho, no voy desde que te fuiste. No era lo mismo sin ti —¿Estaba invitándome al arroyo? ¿Quería pasar tiempo conmigo?

—Por supuesto, a veces cuando cierro mis ojos puedo verlo. Y vernos a nosotros, en el columpio o nadando en esas aguas heladas.

Stephen rio, era la risa que estaba impregnada en mi mente.

—Entonces tenemos que ir.

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