Capítulo II: Lápida.

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Un rayo de luz entra por mi ventana sacándome del mundo de los sueños y devolviéndome a la realidad

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Un rayo de luz entra por mi ventana sacándome del mundo de los sueños y devolviéndome a la realidad.

Después de unos minutos de intentar despertar, recordé dónde estaba así que me levanté de un salto y fui a la ventana.

—Buenos días mundo —anuncié mientras miraba por la ventana, el cerezo estaba enfrente de esta—. Te nombraré árbol de las esperanzas.

Escuché a alguien tocar la puerta.

—¿Si?

—Amelia, ¿puedo pasar? —era mi madre.

—Por supuesto.

—Buenos días hija, John se fue a trabajar, cámbiate y ve a desayunar, para explorar el pueblo.

—Por supuesto —dije emocionada, mi madre se fue y me dispuse a cambiar mi ropa. Una falda verde y una camisa con pequeñas flores parecían perfectas para la ocasión.

Me miré al espejo e intenté peinar mi cabello pero no tuve suerte. Era largo y rizado, con un color oscuro pero que al sol brillaba. Me gustaba que fuera libre, era como una representación de mi espíritu.

Sonreí y bajé las escaleras corriendo.

—Amelia, no corras, ya dejé un plato con avena en la mesa. Y antes de salir, ponte tus botas.

—Si madre, gracias por la avena —me senté, devoré mi desayuno, me coloqué mis botas y salimos de aquella casa.

—De día se ve más hermosa todavía —exclamé cuando la vi iluminada por el sol. Le faltaban un par de rosales en las ventanas, pero pronto la haríamos nuestra.

Caminamos unos buenos minutos hasta llegar al centro. Era pequeño, unas cuantas tiendas, carruajes, caballos, señores vendiendo periódicos y algunas personas caminando.

—Entraré a estas tiendas hija, tú puedes recorrer el centro, no vayas muy lejos. Nos vemos junto a ese árbol en treinta minutos —me dijo mi madre señalando un bello sauce llorón.

—Si mamá, te lo prometo.

—No te pierdas.

—Por supuesto que no.

Mi madre me miró por última vez antes de entrar a la tienda. No perdí ni un segundo y comencé a caminar.

Veía los escaparates de las tiendas, libros, vestidos, botas, comida y mi favorita, antigüedades.

Me quedé viendo las antigüedades por unos minutos pero decidí seguir mi camino.

Había un bar, que por supuesto no entré (aunque la curiosidad casi me gana) y para finalizar, un hermoso parque, pequeño, pero cómodo. Todo parecía igual, era como si este rincón del mundo se congelara y no cambiara nunca, abordaba esta magia inexplicable que, en mi opinión, solo algunos podían ver.

Algunos se refieren a este pueblo como aburrido o "un pueblo de pasada", para mi era mucho más que eso, este pueblo me daba vida.

Seguí con mi paseo hasta que a lo lejos vi el cementerio, me pareció adecuado ir, después iría con mi madre. Pero, ahora, quería ver a mi padre sola.

Caminé por aquel lugar hasta encontrar su lugar.

"Andrew Johnson, tus recuerdos palpitan en nuestros corazones, tu amor y dulzura dejaron un sello en nosotros. Descansa en paz"

—Poéticamente perfecto —susurré sonriendo y sintiendo como mis ojos se humedecían.

Me quedé mirando aquel pedazo de piedra ¿Cómo era que una persona podía terminar así? Seguía pensando en mi padre, él merecía flores hermosas.

Unos sollozos me distrajeron.

Miré para el costado y vi a un joven sollozando en frente a una tumba no muy lejana a la mía, por respeto lo dejé de mirar.

Unos minutos después me di cuenta que ya habían pasado treinta y cinco minutos desde que vi a mi madre por última vez. Me despedí de mi padre y salí corriendo. Al salir pasé junto al lugar donde estaba el joven misterioso, pero ya se había ido. Uno de mis mayores defectos es ser extremadamente curiosa, juro que no pude evitar mirar la lápida. Al verla me paralicé.

"Isabelle Andrews, tu esposo e hijo te recordarán siempre"

Me fijé en la fecha, era de hace un año, la primavera pasada.

Me quedé estática, comencé a pensar, Andrews es un apellido común al igual que el nombre Isabelle. No podía ser la madre de aquel niño con el que tanto anhelaba reencontrarme.

Comencé a pensar en él y me sentí culpable por no haberme comunicado en los últimos años, se suponía que nos mandríamos cartas, nunca lo hicimos. ¿Pero cómo podría olvidarme de aquel amigo de la infancia? Es ese tipo de recuerdo que aparece en mi mente casi todo el tiempo, me gustaba mirarle los ojos, siempre dije que eran como estrellas y que brillaban sin parar.

Oí que alguien venía, me dí vuelta pero lo choqué.

—Lo siento —me respondió, era la voz de un joven.

No me atreví a mirarlo. Temía que fuera el dueño de aquellos ojos brillantes.

—Lo siento tanto, de verdad —dije sin mirarlo y comencé a correr en busca de mi madre.

Ella se encontraba en el sauce llorón, su cara era de preocupación. Al verme suspiró.

—Amelia Johnson ¿Dónde estabas? —dijo, pero cuando me vio de cerca se preocupó—. ¿Estás bien? Te vez algo pálida hija.

—Lo siento madre, es que fui al cementerio y se me pasó el tiempo.

—¿Qué más sucedió? —me preguntó con una cálida sonrisa, me conocía mejor que nadie.

—Al salir del cementerio me encontré con una lápida que jamás creí ver.

—¿De quién era?

—Isabelle Andrews —esas palabras salieron con un hilo de voz, la cara de mi madre cambió. Al igual que ella yo la conocía mejor que nadie y esta información la tomó por sorpresa.

—Oh —fue lo único que logró decir. Volvimos a la casa caminando en silencio.

Yo seguía pensando en el joven que lloraba en el cementerio. ¿Será él? No era el señor Andrews y hasta dónde yo sé ellos solo tenían un hijo. O tal vez tuvieron otro, era un dato bastante factible.

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