Capítulo XXVIII: Un alma pintada de azul.

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Jamás me consideré una persona desafortunada, siempre le he visto el lado positivo a las situaciones

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Jamás me consideré una persona desafortunada, siempre le he visto el lado positivo a las situaciones. Me gusta pensar que tomo la vida tal y como viene, creo que esa es la única manera de realmente vivirla.

No quiero sonar melodramática, pero no le encuentro ningún punto positivo a esta situación.

Estaba sentada en el porche de la casa de la familia Andrews, mi vista se enfoca en el buzón de cartas: "familia Andrews" eran las inscripciones que tenía este, nada más. Me pareció que le faltaba personalidad, no decía nada de ellos. O tal vez si lo decía, de algún modo imagine que el padre lo habría preferido así, sencillo y gris, tal como él.

Perdí la noción del tiempo, me encontraba allí pensando en todo. ¿Así se terminaba nuestra historia? Ni siquiera podía pensar en este como el final. ¿Esto acaso es un final? ¿O nuestras vidas se volverán a reencontrar?

Me levanté para ir a mi casa, la imagen de la cara de mi madre preocupada me atormentó la mente.

No me atreví a mirar esa casa una vez más.

Al llegar mamá me abrazó.

—¿Dónde estabas hija? ¡Por Dios! Te enfermarás —dijo y por primera vez en aquella mañana me atreví a mirarme al espejo. Mi falda estaba arrugada al igual que mi camisa, mi chaleco no estaba abrochado. Mis medias blancas jamás habían estado tan sucias, pues salí de mi casa sin zapatos. Y mi cabello estaba más despeinado que nunca, creo que mi imagen física representaba el caos que era mi mente en ese momento.

—Se fue —murmuré mientras mamá me cubría con una manta y me colocaba junto al fuego, casi era verano pero las mañanas seguían siendo frías.

—¿Quién? —preguntó mientras ponía a calentar agua para un té.

—Stephen.

La angustia se notaba en su cara.

—¡Ay mi vida! —exclamó y me envolvió en uno de sus abrazos.

Comencé a llorar pero me sentía protegida y a la vez tan pequeña entre sus brazos ¿Acaso eso es algo de todas las madres?

Le expliqué entre lágrimas mi encuentro con el ama de llaves, ella me consoló como ninguna otra persona. ¿Qué haría sin ella? Pensé.

—No comprendo mamá, no entiendo por qué alguien haría algo así.

—A veces los padres reflejan sus inseguridades en sus hijos, algunos no tienen en sus manos el poder de corregir sus traumas pasados. De todos modos, ninguna herida del pasado justifica una mala acción en el futuro, ninguna —mamá explicó con ese tono de voz que solo ella sabe dar.

—¿Cómo haces para no ser como tu padre? —pregunté en un ataque de vulnerabilidad.

—Porque recuerdo lo mal que me sentía cada vez que me ignoraba o le gritaba a mi madre. Y no le deseo ese sentimiento a nadie, a veces pierdo los estribos pero eso sirve de recordatorio de que soy humana, lo importante es saber continuar y no herir a los demás solo por no poder controlarme —en ese momento juré que quería ser como ella, humana.

❀✿❀

Dos días después fui a la casa de los Jones.

Daisy me recibió con una sonrisa al igual que Thomas.

—¿Todo está bien Amelia? —él me preguntó y yo no pude hacer nada más que tirarme en sus hombros a llorar.

Les conté todo lo que había sucedido cuando llegamos a su habitación.

—Tal vez vuelva, debe ser un viaje corto, de tres días —Daisy intentó animarme, lo apreciaba mucho pero no dio resultados.

—No lo creo, el ama de llaves sonaba muy sería y ustedes no estuvieron ahí, la manera en la que el señor Andrews se enojó y cómo gritaba, apenas puedo recordarlo de lo horrible que fue —les comenté recordando todo.

Daisy suspiró y me abrazó.

—Odio verte así —me susurró al oído.

Thomas tomó mi mano y comenzó a acariciarla.

—Espero no perderlos nunca a ustedes —proclamé después de un arduo silencio.

—No es muy fácil deshacerse de los gemelos Jones, somos como una plaga, seguimos a tu sombra, no importa a donde vayas, te encontraremos —comentó Daisy y reí por primera vez en días.

—Siempre seremos amigos, sin importar que —declaró Thomas colocando su mano en el medio de la cama.

—Sin importar que —repetimos los tres al unir nuestras manos.

Perderlos solo destrozaría esta alma aún más.

❀✿❀

—Recuerda que volveremos por la tarde Amelia, te dejé sopa y hay pan fresco en la panera que está en la mesa —me recordó mi madre mientras se ponía el sombrero—, si te vas deja una nota.

—Creo que podrá sobrevivir sola una tarde —John apareció en la sala con su traje nuevo—. ¿Qué tal me veo?

—Como un hombre de negocios —comenté mientras lo miraba.

—Como un hombre que llegará tarde al almuerzo del trabajo —mi madre lo apuró mientras abría la puerta—. ¡No quemes la casa Amelia!

—¡No lo haré! —grité ya que mi madre se encontraba afuera.

—Pórtate bien Amelia, si hay pastel te traeré un trozo —yo asentí y se escuchó el grito de mi madre apurándolo—. Mujeres —comentó sarcástico y yo me reí.

John cerró la puerta y me quedé sola, seguí leyendo mi libro pero no me podía concentrar.

Subí las escaleras para poder pintar en mi habitación, no lo hacía hace mucho.

Tomé un lienzo y como si fuera magia, una lluvia de azules cayeron en él.

Solo tenía clara una cosa, el azul significaba tristeza y esta obra estaba abatida de tanto recibir pinceladas de aquel color.

¿Será esto un reflejo de mi alma?

Suspiré y volví a pensar en él, era el pensamiento más recurrente, aquel que estuvo rondando mi mente en la última semana.

Me preguntaba si él estaría pensando en mí del mismo doloroso modo que yo lo hacía. O tal vez se olvidó de mí, ese pensamiento desapareció en un instante cuando recordé que jamás se había olvidado de mí en aquellos diez años de separación.

De pronto recordé las diez cartas que me había dado en mi cumpleaños. Las había guardado debajo de mi cama esperando algún día estar lo suficientemente preparada para poder leerlas.

Abrí la caja en las que las guarde y las tomé, diez cartas, cada una tenía escrito mi nombre en el frente.

Respiré antes de abrir la primera, no lo logré, fui interrumpida por alguna persona que estaba tocando la puerta.

Volví a colocar las diez cartas dentro de la caja y las moví hacía mi cama.

—¡Ya voy! —grité mientras bajaba las escaleras.

Me preguntaba quién sería, pasó la idea por mi mente de que podría ser Stephen, la descarté al segundo, no me quería ilusionar.

Respiré y abrí la puerta.

La amable cara del cartero apareció frente a mi.

—¿Amelia Johnson? —preguntó y yo asentí.

Me entregó una carta y se fue.

Yo me quedé perpleja en la puerta, la letra cursiva con la que estaba escrito mi nombre la reconocería en cualquier lado: Stephen Andrews me envió una carta.

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