Las penumbras que acompañaban la llegada de la noche comenzaban a adentrarse en la cueva y, mientras su gente terminaba las labores diarias, él iba de un lugar a otro, comprobando que todo se desarrollaba como debía y sin ningún incidente. Ya de noche, los centauros se dispusieron a pasar la noche y se dirigió a la entrada de la cueva, donde aún quedaba una centaúride despierta. La reina Cariclo mantenía sus ojos turquesas puestos sobra las silvanas profundidades, las manos cruzadas sobre la parte humana de su pecho en angustiosa espera y pateaba el suelo con sus cascos delanteros en claro gesto nervioso.
-Amor –llamó con suavidad. Su esposa tornó su rostro levemente hacia él con aflicción en su semblante, aunque, mientras terminaba por situarse a su lado, lo puso de nuevo al frente-. No tardará en regresar. Entra ya a dormir.
-No puedo, Quirón. No hasta que nuestro hijo regrese de su batida.
Se quedó callado, sabiendo que nada de lo que pudiera decirle la haría cambiar de parecer, sin embargo, se acercó hasta que sus flancos se tocaron y la rodeó con su brazo derecho a la altura de la unión híbrida. Al poco rato notó una presencia detrás. Filira, su madre, también se había aproximado para averiguar si había noticias y tuvo que retirarse entristecida cuando recibió una negativa.
Todos aguardaban la llegada del príncipe Caristo, su único hijo, quien, como cada día que precedía a la luna llena, desde hacía varias generaciones, recorría las tierras tesalias en busca de su desaparecida hermana, Melanipa.
-¿Volveremos a ver algún día a nuestra hija? –Preguntó a la nada la afligida madre, en cuyos ojos se reflejó el brillo de los fuegos nocturnos del enclave humano de Malea-. ¿Seguirá tan siquiera viva, Quirón?
-No pierdas la esperanza. Estoy seguro de que regresará.
-Tus hermanos te oigan y cumplan nuestros deseos.
Justo en ese instante, una equina sombra irrumpió en el claro frente a la cueva avanzando a un trote ligero. Caristo finalmente volvía al hogar y por las sombras que lo cubrían supieron, antes de que pronunciara una palabra, que una vez más no había hallado pistas sobre el paradero de su hermana. La reunión se produjo en medio de una especie de duelo y los tres entraron a pasar la noche compartiendo sentimientos.
Despertó a causa de un gran tumulto que se había generado en el exterior y, pensando que los suyos corrían peligro, se irguió al segundo sobre sus fortísimas patas y aferró con entereza su portentosa lanza, regalo de su poderoso hermano y fabricada, enteramente de metal, por su sobrino Hefesto. Desde la entrada contempló la peculiar escena que estaba teniendo lugar: Un numeroso grupo de sus soldados, con las armas en ristre, rodeaba a una centáuride y a dos extraños seres. La primera se trataba de Cariclo, que, haciendo frente a sus congéneres y extendiendo sus brazos, trataba de proteger a los guarecidos tras ella. Estos eran un personaje de apariencia femenina, al menos eso podía llegar a deducir, ya que, a diferencia de ellos, su parte superior, incluyendo los cascos de los brazos, era la de una yegua negra y la inferior humana, y un joven potrillo, alrededor de los cinco años, con la misma hibridación que su madre, aunque de pelaje blanco, cascos marinos y crines de hermoso tono turquesa. Al detectar su llegada, su amada mujer se dirigió a él.
-¡Es ella! ¡Ha vuelto, Quirón! ¡Nuestra hija ha regresado a casa!
-¡Padre! –Exclamó, mezcla de alegría y alivio, la femenina criatura, que inició un acercamiento, sin embargo, se vio obligada a detenerse cuando los soldados, dirigidos por el príncipe, avanzaron para proteger a su líder-. Caristo, ¿acaso no reconoces a tu hermana mayor? Aunque, ¿cómo podrías hacerlo con mi actual aspecto? ¿Y tú, oh, amado padre? Loados sean los hados por haber dado impulso a mi trote y permitido llegar a tiempo de prevenirte.