ARACNE

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Un amago de orgullosa sonrisa estuvo a punto de aflorar a sus labios, pero se contuvo, pues no estaría bien mostrar una actitud prepotente delante de su corte de admiradoras. Las mujeres de Hipepa se empujaban las unas a las otras para poder contemplar cómo trabajaba desde la ventana que daba a la calle. El taller de su padre, el famoso Idmón, era célebre en toda Lidia por las exquisitas obras que realizaba, fama que no había hecho más que acrecentarse desde que ella se había puesto a tejer. Ya desde muy joven se había hecho patente el don que poseía para este arte y, partiendo de su ciudad, su nombre comenzó a ser conocido en toda jonia y más allá, por lo que pronto tuvo que lidiar con largas filas de mujeres que viajaban kilómetros solamente para adquirir uno de sus trabajos.

Hacía ya tiempo que había superado incluso a su padre, a pesar de la gran fama que este también tenía, y Closter, su amado hijo, se estaba iniciando en el negocio familiar, demostrando la sangre que tenía. Muchas mujeres afirmaban que había sido dotada con un don, algo que rara vez sucedía, y que sin ninguna duda los dioses la favorecían.

Aquel día, como el resto, se encontró con un numeroso grupo nada más abrir el taller y se puso a la labor para su deleite. Disfrutaba de su trabajo, pero disfrutaba aún más con la admiración que este provocaba, las felicitaciones, las exclamaciones, las amables palabras que cada día la llenaban de un orgullo que no la cabía en el pecho.

-Hoy te estás superando a tu misma, Aracne –dijo una de las mujeres que la observaban-. Es realmente maravilloso.

-No hay palabras para describirlo –añadió otra.

-Para lo que no hay palabras es para agradeceros las vuestras –contestó.

-¿Cómo lo haces? –Preguntó una joven-. ¿Acaso tuviste un encuentro con la gran Atenea? ¿La agradaste y por eso ella te ha dotado con tan maravilloso don?

-No, en absoluto. Los dioses no tienen nada que ver en este asunto. A mi sola debo el nivel de mi arte. Palas, por muy diosa que sea, tiene asuntos más importantes que atender que el de dotar a una sencilla joven como yo. Además, tanto tiempo en el Olimpo, preocupada por asuntos que a los mortales no nos conciernen, ha debido separarla de la práctica del tejido. Seguro que su arte, a estas alturas, en nada podría rivalizar con el mío.

-¿Estás afirmando que podrías superar a la diosa? –Inquirió una de las más ancianas.

-Sí –respondió tajante-. Que se presente y tenga un duelo conmigo. Nada me gustaría más que el demostrar a qué punto he llegado en mi arte. Si no se ha presentado todavía es porque sabe cuál de las dos es superior en este aspecto y no quiere arriesgarse a ser derrotada por una mortal.

Las exclamaciones de sorpresa ante semejante osadía fueron mayúsculas y las mujeres congregadas montaron una auténtica algarabía hablando del supuesto duelo. Unas afirmaban que era imposible, por muy buena que fuese, que lograse superar el trabajo de la diosa, entre cuyas aficiones estaba el tejido; por el contario, otras aseguraban lo contrario, que Aracne sería capaz de salir victoriosa y así demostraría que los humanos podían hacer cosas tan grandes como la de los dioses. Mientras así dialogaban, ella estaba completamente sumergida en su trabajo, escuchándolas de fondo, aunque segura de sus palabras.

-Deberías retractarte de tus palabras muchacha –se oyó una gangosa voz entre la multitud.

Las voces se detuvieron y las mujeres giraron el rostro en su dirección, hasta Aracne detuvo sus manos para centrarse en quien había hablado. Una anciana, de cabellera canosa, luengos brazos, débiles piernas y apoyada en un carcomido bastón. Hubo desconcertadas miradas en el grupo, ya que ninguna reconocía a esa vieja. Debía de venir de un pueblo cercano, sin embargo, era la primera vez que alguna de ellas la veía, a pesar de que los viajes por las cercanías eran frecuentes.

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