Despacio, con cuidado y delicadeza. Tienes todo el tiempo del mundo. Esto era lo que no paraba de repetirse mentalmente mientras realizaba la tarea que su padre le había impuesto. Encerrado en el taller que compartía con su padre, en lo más alto de la torre del palacio de Minos, trataba de construir, a tamaño reducido, uno de los inventos del Dédalo. Llevaba en ello buena parte de la mañana y notaba el sudor cubriendo su frente, de donde bajaba hacia sus ojos nublándole la visión. Tuvo que apartarse de la maqueta para quitárselo de encima y aprovechó para darse un respiro. Quería que esto saliese bien y que su padre lo mirase con orgullo.
Iba a volver al trabajo, cuando se percató de los ruidos que provenían de abajo, del palacio. Tenía que estar ocurriendo algo sumamente grave para que el follón llegara hasta él. Preocupado por su padre, ya que, después de darle la tarea, había bajado a presenciar la llegada del nuevo grupo de jóvenes atenienses, decidió comprobar lo que sucedía.
Al abrir la puerta se sorprendió de que no hubiera guardias en la puerta, aunque, pensándolo bien, debían de haber acompañado a su padre para asegurarse de que no huyera, lo que, estando él allí, era algo improbable. Bajó las escaleras con lentitud, captando cada vez con mayor claridad el griterío, y, de repente, una persona se interpuso en su camino.
-¡¿Qué haces aquí?! –Exclamó Dédalo-. ¡Sube! ¡Sube! ¡Deprisa!
Obedeció al instante. No hizo preguntas, ni puso objeciones. Su padre se veía alarmado y la voz había sonado con urgencia, por lo que comprendió que estaban en peligro. En segundos llegaron a su taller y su padre no perdió el tiempo a la hora de trabar la puerta colocando pesados muebles, que le ayudo a desplazar, delante de la entrada. La puerta tembló cuando un par de soldados aporrearon con increíble furor la madera.
-¡En nombre del rey, abrid la puerta!
Dédalo hizo caso omiso de estas palabras, centrado en rebuscar entre el caos de enseres que había desperdigados por la estancia.
-Padre, ¿qué sucede? –Indagó.
-¡Dédalo! –La voz fue inconfundible. Esta vez quien llamaba era el mismísimo Minos y se le escuchaba realmente enfurecido-. ¡Maldito traidor miserable! ¡Sal para enfrentarte a tu justo castigo!
-¿Padre? –Volvió a preguntar esta vez asustado.
-Uno de los jóvenes atenienses de hoy ha salido victorioso –respondió finalmente el inventor sin dejar su búsqueda-. No solo ha logrado salir vivo del laberinto, sino que, además, ha acabado con la vida de Asterión. Para colmo de males se ha hecho con una nave ayudado por Ariadna y Minos ha enviado varias trirremes de guerra tras ellos.
-¿Cómo ha logrado semejante proeza?
-No lo sé. No me preocupa. Lo que lo hace es que Minos me está haciendo responsable de esta derrota sufrida. Quiere apresarme, hijo, y conmigo irás tú. Prefiero no pensar en lo que esa mente retorcida será capaz de planear para nosotros. Por eso tenemos que darnos prisa en salir de aquí. Dudo que la puerta de nuestro taller aguante mucho.
-Pero, ¿cómo vamos a hacer eso, padre? Nos encontramos en lo alto de la torre. No hay más camino que las escaleras, que ahora mismo deben estar a rebosar de los soldados cretenses, y una peligrosa caída al mar. ¿Por dónde tienes pensado salir?
-Por la ventana. Saltaremos sin llegar a zambullirnos en las aguas.
Semejante respuesta lo dejó más que confundido. ¿Acaso su padre había perdido la cabeza llevado por el pánico de ser atrapado por Minos? ¿Cómo planeaba llevar a éxito tal proeza?
La situación lo dejó bloqueado y lo único que acertó a hacer fue continuar observando cómo su padre no paraba de apartar y lanzar objetos uno detrás de otros, mientras los soldados, embravecidos por la palabras de su rey, atacaban con airado ahínco la única defensa con la que contaban. La madera crujía recibiendo esos ataques y los muebles que habían puesto delante chirriaban al ser arrastrados. Aunque fuese con gran lentitud, no había duda de que acabarían siendo hecho prisioneros, a no ser que su padre de verdad supiera cómo sacarlos del atolladero. Entonces, pensó en otra cosa.
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