Enfrascado como estaba en terminar de poner por escrito los detalles de su última intervención, no fue consciente de la irrupción de su hija hasta que esta lo llamó suavemente.
-Padre. Lamento interrumpiros, pero ha llegado un nuevo grupo de enfermos buscando su opinión. Ya los he enviado a que se laven con cuidado y se pongan las prendas adecuadas, así como dado órdenes de que luego los instalen como corresponde.
-Ya veo. Bien. Bien. Gracias por informarme, Hygeia. Acudiré en cuanto termine de redactor esto. Da aviso a tu hermana para que les haga una primera revisión y los tranquilice.
-Sí, padre.
Su hija se retiró lo más en silencio que pudo y él se centró de nuevo en el escrito. Una detallada descripción del último hombre al que, una vez fallecido, había abierto para hacer sus investigaciones. El paciente no tenía familiares y nadie había pasado preguntando por él, así que, tras esperar unos días, había procedido en el más absoluto secreto. Llegado el momento ya compartiría sus incontables conocimientos con sus hijos; por el momento que no supieran nada era lo mejor para asegurar su protección. Al terminar, lo guardó en un hueco secreto que había en su mesa, para llevarlo a la biblioteca más tarde, y se levantó según lo acordado con su hija.
Estaba a punto de posar su mano en la puerta, cuando esta se abrió y tuvo que retroceder cuando una lechuza estuvo a punto de golpearle la cabeza. El animal dio un par de vueltas por el techo de su sala privada y se posó en uno de los muebles. Después se volteó y se vio ante una imponente mujer. Más alta que él, con músculos ejercitados, cabellos castaños, ojos marrones, cubierta por una armadura dorada, escudo y armada con una lanza.
-Espero no molestar, sobrino.
-En absoluto, Atenea. Siempre eres bienvenida. Pasa, por favor –invitó, aunque ella ya estaba entrando, intrigado por lo que la diosa pudiera estar haciendo ahí-. ¿A qué debo la visita?
-Vengo a traerte un regalo, al que, estoy segura, sabrás dar utilidad. –La diosa tomó asiento frente a la mesa y aguardó a que el ocupara su asiento para dejar sobre la mesa un par de redomas, una blanca y otra negra-. Contienen sangre, una muy especial y obtenida hace algunos años, creo.
-¿Sangre especial? ¿A quién pertenece? –Preguntó ahora más que intrigado mientras extendía los brazos para observarlas con detenimiento.
-A Medusa. Es la sangre de la gorgona de la que Perseo se hizo cargo. –Su asombró fue mayúsculo y empezó a manejar los objetos con mayor cuidado-. Si te lo traigo es porque sé de tus... Investigaciones. Ya deberías saber que a mí nada se me escapa, sobrino. -Intentó mantener un rostro inexpresivo, pero no pudo evitar la tensión de su cuerpo, y, colocando las manos sobre la mesa, posó su vista en ella con expectación-. Tranquilo. No diré a nadie lo que haces en privado. Eso quedará entre nosotros. Me interesa que así sea y que tus investigaciones tengan éxito.
-¿Por qué?
-Eso no es de tu incumbencia –respondió ella cortante-. Lo único que tienes que hacer es lo que has hecho hasta ahora. Con esta pequeña ayuda claro. Has de saber que las gorgonas poseen dos tipos de sangre. La redoma negra contiene sangre envenenada, capaz de matar a un guerrero fuerte en muy poco tiempo, la blanca contiene una capaz de traer de vuelta a alguien fallecido.
-¿Me estás diciendo que esta sangre puede resucitar? –Exclamó estupefacto levantándose de un salto.
-¡Cálmate! –Siseó la égida-. ¿Acaso quieres que nos escuchen? ¿Qué alguien más del olimpo se entere de esto? –Esas palabras le hicieron volver a tomar asiento-. Bien. Sé que lo que te ofrezco es lo que más deseas.
-Así es.
-Es posible que posean más propiedades que sean desconocidas para mí. Eso ya entra dentro de tu terreno. –Dicho eso Atenea se levantó para retornar al olimpo, aunque, antes, se giró de nuevo-. Ah. Y una última cosa. Ten en cuenta que esa es la cantidad de sangre de la que dispondrás. Por desgracia, las dos gorgonas que quedan son inmortales y, aunque nos hiciéramos con ellas, dudo que sus sangres resultasen tan eficaces como las de mi querida sacerdotisa.