Como la tormenta parecía que ya había pasado, aunque el cielo aún se mantenía cubierto, se retiró las empapadas mantas, que apenas lo habían protegido de la lluvia, y dio las órdenes pertinentes para que los remeros empujaran la nave. Los vientos y las olas habían arrastrado la tirreme fuera de su curso y, debido al encapotamiento del firmamento, no podía saber dónde se encontraba hasta tocar tierra. Se encaminó hacia la zona de mando, esperando localizar alguna tierra conocida, pero, por el momento, solo visualizó agua y rezó a los dioses porque su nave no hubiera virada y, en lugar de alejarse, estuviera retornando al ática.
Su cuerpo dolorido era un constante indicativo de lo que le esperaba si ponía un pie en la que debería ser su tierra. Hacía tiempo que dejó de ser el fuerte joven capaz de derrotar al minotauro y, además, lo años de tortura en el Hades le habían pasado una factura de la que Menesteo no había dudado en sacar ventaja. Pensar en su enemigo le hizo apretar los dientes con fuerza y maldecirlo. Si su padre no hubiera sido tan piadoso con Péteo, ahora no tendría este problema. Y también maldijo a los culpables de que estuviera en semejante situación, Castor y Polux, no solo habían tenido la osadía de invadir su tierra con éxito, sino que, además, habían colocado en su trono a quien sabían que sería humillante para él, expulsado a sus hijos, que esperaba hubieran logrado llegar sanos y salvos a Eubea, y secuestrado a su anciana madre. Tantas desgracias solo por haber secuestrado a Helena, a la que maldijo con todo su fuero interno.
Pero no pensaba rendirse. Cuando llegara a Creta, isla en la que Deucalión le había asegurado estaría a salvo bajo su protección, se recuperaría del combate, reuniría fuerzas, se pondría en contacto con sus posibles aliados y marcharía a la guerra. No solo tenía intención de recuperar el Ática, también marcharía contra Lacedemonia para dejarla arrasada en cenizas a su paso. Sí. No podía esperar a presentar las cabezas de sus hijos a Tindáreo, a quien luego daría muerte, rescataría a su pobre madre y, ya que Helena, por lo que había oído, estaba recién casada con Menelao, obligaría a su joven hermana, Filónoe, a casarse con él y así unir dicha región a sus dominios. Podría llegar a ser tan imponente que rebasaría en poder militar a Micenas y tendría a la Hélade comiendo de su mano.
Mientras andaba divagando de esta manera, la nave que lo conducía a Creta avanzó a buen ritmo y, a media tarde, apareció finalmente tierra en el horizonte. Mandó que se dirigieran hacia ella, esperando que en el puerto le indicasen dónde se hallaba, y, un par de horas después, posaba sus pies en tierra firme.
Dio indicaciones a los pocos hombres que le quedaban para que se quedaran en la nave, arreglando los posibles desperfectos y la defendieran en caso de encontrarse en territorio hostil, y se dispuso a obtener respuestas. Estaba claro que no se encontraba en alguna parte del ática, sin embargo, era posible que lo estuviera en uno de sus territorios aliados, así que debía actuar con cautela.
No bien hubo dado dos pasos, cuando una patrulla de soldados se dirigió a su posición escoltando a un hombre. Sin duda su nave hacía tiempo que habría sido avistada en alta mar y el soberano de esa isla se dirigía a su encuentro. Antes de que estuvieran el uno frente al otro, hubo un mutuo reconocimiento. El personaje que se dirigía a recibirlo era Licomedes, por lo que se encontraba en la isla de Esciros, un íntimo amigo de Menesteo. La pregunta ahora era saber si tan íntimo como para apresarlo y conducirlo a su presencia. De manera instintiva, posó su mano sobre la empuñadura de su espada, dispuesto a entrar en combate a la menos señal de peligro.
-Bien hallado os sean los dioses, buen Licomedes –saludó para demostrar que, al menos por su parte, no tenía intención de entrar en batalla. Dudaba que su cuerpo soportase otro asalto.
-Bien hallado seas, Teseo, porque, sois el hijo de Egeo, ¿verdad?
-En efecto. Lo soy –respondió correspondiendo al apretón de manos del otro rey-. Me dirigía a Creta, donde esperaba encontrar asilo con Deucalión, pero los dioses me han enviado una tormenta y mi navío ha terminado en tu isla. Espero no haber llegado en momento inoportuno.