Rodeada de ninfas, se dio el baño de preparación para el gran enlace, al que ninguna deidad iba a faltar, y se engalanó con un impresionante vestido confeccionado por Atenea. Escoltada por las más imponentes de las diosas, Hera misma caminaba a su lado, se dirigieron al mayor templo del Olimpo, donde ya aguardaban el novio y el resto de dioses. Se unió a Epimeto, también cubierto por indescriptibles ropajes, y entregaron sus ofrendas a Zeus, quien, radiante de dicha, bendijo el enlace en pocas palabras, pues, según él, estaba más que dichoso por la felicidad de ambos.
Acto seguido se produjo la loutra, llevada a cabo con lutróforos de resplandeciente oro, y la divina familia se separó de nuevo para comer. Disfrutó por primera vez en su vida de cada uno de esos manjares, habló con todas las diosas, su boca generó por vez primera la risa y a apenas era capaz de procesar todas las emociones que la asaltaban cada segundo.
Al salir, los varones ya estaban aguardándoles para ir en comitiva, tras ella, hasta la casa de Epimeto, donde este se encontraba esperándola. De pie ante la puerta, observó embelesado su grácil caminar y su cuerpo tembló emocionado cuando se paró frente a él. Con manos temblorosas, su prometido, extendió los brazos hacia su rostro y levantó el suave velo que la cubría. Sin pronunciar palabra, su ya esposo selló su unión con un casto beso, que no dejó de ser celebrado por cuantos estaban a su alrededor, y se apartó a un lado para invitarla a entrar al que se convertiría en su nuevo hogar.
Pasaron las horas que restaban den día hablando entre ellos y ayudándola a acomodarse, hasta que Selene partió y la oscuridad envolvió al mundo. Dados de la mano, el titán la condujo al dormitorio y, mediante dulces besos y amorosas caricias, que avivaron en ella el, hasta ese instante, desconocido placer, se tendieron en el lecho con él encima.
Sin embargo, mientras se dejaba arrastrar por ese aluvión de estímulos, Pandora giró el rostro hacia un lado y, contra la pared, divisó un peculiar objeto. Una gran vasija, más bien un pithos, de color dorado, con una serie de relieves en su superficie que la llenaron de escalofríos, pues representaban seres de aspecto divino pero oscura aura. No pudo apartar los ojos de ella e incluso creyó percibir que esos relieves se agitaban, se movían, cambiando sus posturas y distribución.
-¿Qué es eso? –Preguntó. Se había olvidado por completo de lo que estaba sucediendo con su esposo. La atracción que sentía por ese recipiente la había llenado la cabeza de preguntas, de las que la más importante era saber lo que contenía.
Epimeteo, que contrajo un ceñudo gesto, volteó el rostro a la dirección en la que miraba y, al comprobar a qué se refería, su cuerpo entero se tensó y la faz se le puso seria.
-Algo que nunca, jamás de los jamases, debes tocar o abrir –respondió el titán con una durez en el tono que la dejó muda-. Contiene cosas que nunca deben ser liberadas, inexplicables, y cuya liberación traería fatales consecuencias para el mundo. El resto de objetos de la casa son tuyos, puedes hacer con ellos lo que te plazca, pero abstente de esa vasija. ¿Lo has comprendido?
-Sí –respondió en voz baja, cohibida por la actitud de su esposo.
Este, percatándose de ello, suavizó sus rasgos y extendiendo una mano, acarició su mejilla, retomando su consumación conyugal. Aquella fue la primera noche de muchas que pasaron la una entre los brazos del otro y los días transcurrieron en feliz armonía.
No mucho más tarde, Pandora anunció que estaba encinta y semejante felicidad, que fue compartida por los habitantes del Olimpo, la hizo olvidarse del objeto al que sus pensamientos siempre acababan encaminándose. El embarazo transcurrió sin incidentes y el parto sin complicaciones. Para alegría de Epimeto, dio a luz a una bella niña, a la que pusieron el nombre de Pirra y que se convirtió en lo más querido para la dichosa pareja.