CIRCE

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Llevaba trabajando en la nueva pieza desde que su padre comenzase su viaje diario y, tras varias horas, finalmente la terminó. Separó sus dedos del telar, dándoles un masaje por notarlos doloridos, y, levantándose, se alejó unos pasos para observar su obra a cierta distancia. En el centro del tapiz destacaba ella misma, haciendo su magia sobre un hombre mitad toro, mientras, a su alrededor, una mujer, bastante parecida a ella, y una serie de jóvenes minotauros contemplaban con angustia. La escena retrataba el día en el que su hermana Pasífae la había llevado a su hijo Asterión para que lo curara de sus fatales heridas. Fue un largo día, y terminó bastante agotada, pero el esfuerzo valió la pena y ahora tenía a todo un grupo de bravos y fuertes minotauros que la debían un importante favor.

Con una sonrisa de orgullo por la nueva pieza, la quitó del enorme telar, la enrolló y cruzó por varios pasillos de su palacio decidiendo dónde colocarla. Se decantó por un espacio vacío del primer piso y mediante sus poderes hizo flotar la tela hasta una posición que la satisfizo. Sí. Ahí estaba bien. Resuelto eso, se encaminó hacia el exterior para alimentar a sus guardianes.

Su palacio, una gigantesca construcción de piedra, que contaba con varias alturas, se encontraba en el centro de un amplio claro del exuberante bosque que se extendía por el valle central de Eea. A su derecha discurría un cristalino río, que desembocaba directamente en el mar, y detrás de la mansión estaba el camino que llevaba a la única polys, más bien aldea, de la isla. Sus queridas mascotas se paseaban con parsimonia por los alrededores, dedicadas a las actividades afines a sus respectivas naturalezas, y, aunque apreciaba a todas por igual, sentía mayor afinidad hacia los leones y las panteras, que gozaban de mayores privilegios, entre ellos, mantener el don del habla.

En cuanto la vieron salir, un grupo de ellos se la acercó a gran velocidad y alterados sus rostros.

-Señora –saludó uno de los leones realizando una venia-, tenemos urgentes noticias que darla. Esta mañana ha atracado en nuestras costas un barco.

-¿Un barco? –Se sorprendió. Hacía ya tiempo que no contaba con visitantes y empezaba a echar en falta algo de entretenimiento-. Llevadme. Deprisa.

La manada se puso en marcha al instante y ella los siguió a buen ritmo. Al llegar pudo comprobar que, efectivamente, había una nave atracada en una ancha rada y sus tripulantes se distribuían por la costa, distraídos en diferentes menesteres. Estuvo un buen rato evaluándolos oculta en la floresta y llegó a la conclusión de que esos hombres tenían pensado quedarse un tiempo descansando en su isla.

Una sonrisa se extendió en su rostro, imaginándose el tipo de animales en los que los convertiría, y fue entonces cuando sus ojos lo divisaron. Un hombre de mediana edad, fuerte, de pelo castaño, con poblada barba, rasgos atractivos y curtidos, piel morena y, sin lugar a dudas, acostumbrado al combate. Lo rodeaba un aura de inteligencia y astucia que llamó su atención y, al cabo de unos minutos, adivinó que se trataba del capitán de ese grupo, que, por otro lado, se les notaba habían pasado por un sinfín de problemas.

Ya no pudo apartar los ojos de ese personaje. Su pecho se encendió embargado por un sentimiento olvidado y surgió en ella la necesidad de hacerlo suyo. Necesitaba a ese hombre a su lado. El más travieso de los arqueros olímpicos debía de haber hecho diana sobre ella con sus flechas doradas. Y, con esas ideas en mente, retornó a su palacio.

Durante los siguientes dos días, encendió a propósito todas las cocinas de las que contaba su palacio, esperando que los oscuros penachos fueran vistos por los marinos. Tuvo que aguardar al tercer día de la llegada. Los lobos la dieron aviso de que precisamente su hombre se había acercado y llegado a una de las escarpadas cumbres que rodeaban el valle de su palacio.

Apenas fue capaz de controlar su grito de alegría. Eso significaba que no tardarían en aproximarse y entró a su hogar, tras dar las pertinentes órdenes a sus mascotas, para dejar las cosas dispuestas. Esto significaba dejar sus pociones haciéndose; solo necesitaba dejar vivo al jefe, los demás se sumarían a las manadas.

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