A pesar de la hora tan temprana que era, estaba totalmente agotado después de haber estado, desde antes de que asomara la aurora, ayudando a la gente de Likorea. Eso no impedía su buen humor, ya que su abuelo, con quien llevaba viviendo una temporada, le había prometido que ese sería un día muy especial. Cargando tanto en ambas manos como en su espalda cestos repletos de suministros, caminaba por los bosques del Parnaso hacia la cueva que se abría en su falda.
-¡Odiseo! Espera que te ayudo.
-No hace falta, Coricia. Puedo yo solo –replicó reacio a que la ninfa lo ayudara.
-En fin –suspiró la ninfa-. Igual que tu abuelo. Siempre solitario y queriendo hacer las cosas por vuestra propia cuenta.
No respondió y continuó su camino, aunque la ninfa fue detrás, pendiente por si sufría un accidente. La mujer de su abuelo llevaba el nombre de su cueva, que llevaba habitando antes que Autólico, y, aunque no fuera su nieto de sangre, siempre le había tratado como tal. Le estaba muy agradecido por los días que habían pasado juntos y la echaría mucho de menos cuando tuviera que regresar a Ítaca.
-¡Abuelo! ¡Ya he llegado! –Anunció pasando por la entrada.
-¡Ya era hora! ¿Qué pasa? ¿Pesan mucho esos cestos?
Entrecerró los ojos, aguantándose las ganas de responder a la puya de Licoro, hijo natural de Coricia. A diferencia de su madre, que tenía los cabellos grises y los ojos azules, el joven era rubio y presentaba una tonalidad ámbar en los iris. En cuanto tenía oportunidad para reírse de él de alguna manera, no dudaba en aprovecharla, pero lo apreciaba y quería como a un hermano.
El hijo de Apolo se aproximó con lentitud y, sin decirle nada más, le quitó el cesto de la espalda, librándole de su peso. Tuvo que agradecérselo con la mirada, aunque le molestara que pensase que necesitaba su ayuda.
-Vamos. Autólico nos espera impaciente.
-¿Sabes lo que tiene en mente?
-Por supuesto que lo sé –respondió el otro con una sonrisa creada para picarlo-. Te puedo asegurar hoy que será un día interesante.
Como sabía que no averiguaría nada de su parte, se limitó a terminar el trabajo y dejó los cestos en la zona del almacén. Tras eso, acudió a la reunión con su abuelo. A Autólico le gustaba vivir en la parte más profunda de la cueva, de la que solo salía cuando era estrictamente necesario o tenía algo qué hacer, ya que no le gustaba la luz del sol porque le recordaba a su medio hermano de madre. Se lo encontró sentado con las piernas cruzadas y, como tenía por costumbre, cubierto por su capucha negra, lo que contribuía a hacerlo casi invisible en la oscuridad. Cuando percibió sus pasos, levantó un poco el rostro y sus ojos violetas refulgieron como estrellas.
-Abuelo.
-¿Ya has terminado con tus tareas? –Preguntó irguiéndose.
-Sí.
-Bien. Entonces nos podemos poner ya en camino –sentenció Autólico poniéndose en movimiento-. Licoro, Recoge tus cosas. Y tú, Odiseo, espero que hayas practicado con tu arco según mis órdenes; necesitarás hacer uso de ellas dentro de poco.
-¿Sucede algo?
-Hemos recibido un aviso de las Trías. Al parecer un peligroso y enorme jabalí ha sido avistado en las cercanías de Castalia y las está impidiendo realizar sus funciones. Sin contar lo peligroso de su presencia –respondió el dios de los ladrones mientras se preparaban-. Nos han pedido ayuda para cazarlo y vamos a ir ahora mismo a la ladera meridional a reunirnos con Parnaso, que será nuestro guía y también nos acompañará.