Un ensordecedor conjunto de risotadas, le advirtieron que sus sirvientes ya llegaban trayendo al que había sido su invitado durante casi una semana. Cuatro jóvenes, llenos de lágrimas por la risa incontrolable de la que eran presos, rodeaban a Sileno, el más viejo de los sátiros y padre adoptivo del nuevo dios, que había pasado por sus fronteras hacía solo una semana, llamado Dioniso. El Silvano apenas se podía mantener en pie por sí solo, ya que su afición al vino le hacía estar borracho la mayoría del tiempo, por lo que colgaba del hombro de uno de los chicos.
Cuando el dios pasó por su reino y realizó la visita al palacio, se quedó maravillado por la ingente cantidad de extrañas criaturas que formaban su cortejo y, superado por su curiosidad, arriesgándose a incurrir en la ira divina, decidió capturar a una de ellas. En la trampa que dispusieron, solo Sileno había sido lo suficientemente incauto como para caer en ella. Durante esos días no había parado de hacerle preguntas, llegando a saber todo lo relativo a Dioniso y grandes secretos que solo correspondía saber a los habitantes del Olimpo.
Tanto le había preguntado y tanta información había recibido, que ya no se le ocurría qué más hacer con el sátiro, quien, por otro lado, había servido de entretenimiento para los suyos y amenizado cada comida, así que iba a devolvérselo al dios. No le preocupaba el que Sileno pudiera irse de la lengua, pues dudaba de que hubiera sido consciente de lo que en realidad le había sucedido. Por el contrario, esperaba ser muy bien recibido por Dioniso.
Los sirvientes pasaron a Sileno al cuidado de los soldados que lo acompañarían en su vieja y se dirigieron al encuentro del ejército que se encaminaba a las indias. Sus espías ya le habían informado que Dioniso no se había alejado mucho de las fronteras con sus tierras, buscando sin descanso al que era al mismo tiempo un padre y un amigo para él. Por lo que sabía, ni siquiera había organizado sus acostumbradas bacanales en esos días y todo el grupo se encontraba entristecido y añorando a su jovial compañero.
Se encontró al grupo en un descampado de las afueras, disfrutando de un momento de asueto tras la comida, y en seguida descubrió al dios, llamando a voz en grito a Sileno.
-¡Dioniso! –Lo llamó. El aludido detuvo sorprendido su búsqueda y se giró al grupo. Al instante, sus ojos descubrieron al perdido y se acercó a ellos a gran velocidad-. Supongo que este ser es compañero tuyo –dijo con toda la inocencia.
-¡Sileno! -El dios se lanzó, literalmente, en brazos del hombre cabra, al que cubrió de cariñosos besos y amorosas caricias, mientras no podía evitar las lágrimas de alegría-. Ya pensaba que no te volvería a ver. ¿Dónde demonios estabas?
-Mis sirvientes se lo encontraron durmiendo entre los arbustos de mi rosedal, gran Dioniso –respondió servicial-. Comprendía al instante que se trataba de un miembro de vuestro séquito y, después de haberlo lavado, alimentado y cuidado, como bien se merece alguien tan ligado a tu ilustre figura, no dudé en traéroslo.
-Os doy mil gracias, rey Midas.
-No hacen falta. No lo he hecho buscando una recompensa.
-A pesar de vuestros deseos, es el mío daros un regalo en agradecimiento. Sileno es como un padre para mí y me rompería el corazón su le sucediese algo. Pedid algo, Midas, os lo ruego; no me hagáis obligaros a ello utilizando mi identidad divina.
La sonrisa que entonces estuvo a punto de aflorar a sus labios casi lo traiciona. Por supuesto que se había esperado que el dios quisiera darle un regalo y ya lo tenía más que pensado.
-En ese caso. Me gustaría que todo cuanto toque se convierta en el más puro y brillante oro.
-¿Estás seguro? –Preguntó el dios sonriendo-. Te recuerdo que solo te concederé una cosa y no habrá marcha atrás.