Aquella noche, como las anteriores en la última semana, se despertó entre sudores, con su pecho latiendo desbocado y el ardor del deseo haciendo bullir su sangre. Su hijastro se la había presentado de nuevo en sus sueños, desnudo en todo el vigor de su masculinidad, para amarla de tal manera que, aunque hubiera abierto ya los ojos, aún sintiera sus manos sobre su piel.
Con un suspiro propio de las jóvenes enamoradas, se tendió en la cama pensando en Hipólito, el primer príncipe de Atenas. Al principio, a su llegada a la ciudad, había odiado a ese niño, hijo de la amazona que había intentado evitar su boda con Teseo, sin embargo, había aprendido a quererlo. Ahora que ese niño había crecido, convirtiéndose en un muchacho apuesto como el que más, fuerte y habilidoso en todo cuanto hacía, ese cariño se había transformado en un latente amor que la corroía por dentro. A medida que pasaban los días sin poder dar rienda suelta a lo que sentía, moría por dentro y lo deseaba más y más hasta el punto de que no dudaba se volvería loca si no solucionaba las cosas, o bien saciaba esos impulsos.
La claridez de la mañana emergió por la ventana y se asomó para calmar su ardor con la fresca brisa del mar. Sus ojos se posaron en la blanca línea del horizonte. Más allá, lejos en alta mar, se encontraba Creta, su hogar natal, del que Teseo se la había llevado tras despreciar a su hermana Ariadna. Caro le había costado a su padre, Minos, el haber tenido a los atenienses aterrados durante tantos años, pues, a la larga, eso había provocado la separación de la familia y las desventuras de las que eran objeto por culpa de un solo hombre.
Siguiendo los pasos de Ariadna, ella también se había dejado embaucar por la sonrisa y la juvenil belleza de Teseo. Había permitido que se la llevara de Cnosos, se había dejado agasajar por sus palabras llenas de zalamería, hasta haber aceptado su propuesta de matrimonio. Era reina de Atenas desde hacía dieciocho años, la misma edad que tenía Hipólito, y, en ese tiempo, sus sentimientos habían cambiado. Por desgracia, tarde se daba cuenta de cómo era en verdad su esposo, era ahora cuando sabía ver lo que ocultaban sus sonrisas y temía que, cualquier día, de la misma manera que sucediese con Ariadna, también ella sería despreciada y separada de sus preciados hijos, Acamante y Demofonte.
Ambos, a la sazón de quince años, idolatraban a su hermano y lo seguían a donde quiera que este fuese. Aprendiendo las artes de la lucha con él, saliendo de caza, recorriendo las calles de la polys. Por esta razón, además, luchaba contra lo que ahora impulsaba su pecho. La situación podía desembocar en una lucha entre los tres, en la separación total de la familia, y jamás se lo perdonaría si así fuese.
En ese instante, escuchó unos caballos y, al mirar hacia abajo, lo vio. Hipólito, vestido solo de cintura hacia abajo, ya estaba despierto y, como tenía por costumbre, entrenaba con su carro en el campo costero. Una serie de hombres de mimbre estaban alineados, paralelos al acantilado, y el joven príncipe se dedicaba a hacerles cortes pasando a todo galope con sus caballos. El sol refulgía sobre su piel, volviéndolo todavía más hermoso, y no pudo evitar percatarse en la similitud que sus rasgos presentaban con los de su padre; era como una versión más joven de este, pero con mayor inclinación a la bondad y simpatía. Apoyando su barbilla en su mano izquierda, emitió un prolongado suspiro y se dedicó a contemplarlo, imaginándose cómo cambiaría su vida si estuviera a su lado.
-¡Señora! –Exclamó a su espalda una voz sobresaltándola. Se volvió asustada y, cuando comprobó que se trataba de su nodriza, cambió su rostro a uno de enfado por haber sido importunada de semejante manera-. Lamento haberos sorprendido, mi señora, pero ya os había llamado tres veces y o conseguía respuesta de vuestra parte.
-Estaba distraída, simplemente eso –respondió más calmada.
-Ya. –La nodriza se acercó y asomó por la ventana, descubriendo qué era lo que la tenía tan abstraída-. ¿De nuevo soñando con vuestro hijastro? –Solo ella conocía su mayor secreto, pues había necesitado contarlo, hablarlo con alguien, solicitar sabio consejo. Su nodriza suspiró y meneó la cabeza de forma negativa-. Ya os he dicho que aplacáis esos impuros sentimientos. Hipólito, aunque no haya salido de vuestro vientre, es vuestro hijo. Los muchachos lo idolatran y quién sabe cómo reaccionaría el rey si descubriese lo que sucede en su propio lecho.
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