Prólogo

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PRÓLOGO

Desde luego que no me esperé acabar el último fin de semana de verano antes de empezar las clases acudiendo a un partido de hockey.

Y, sin embargo, allí estaba. Con la gorra bien puesta sobre la cabeza, la libreta y el bolígrafo a mano y un refresco del tamaño de mi cabeza en la otra.

Nunca había asistido a la pista de Chicago. Era el doble de grande que la de Minnesota, a la que siempre había estado acostumbrada desde niña.

Quise evitarlo. De verdad que lo deseé. Pero esa sensación de emoción y nerviosismo se instaló en mi estómago como si estuviese allí. Como si me transportara a mi infancia y lo viviera con la pasión de antes.

Crac.

No entendía en qué momento me pareció buena idea preguntar a mis lectoras qué tipo de novela les gustaría que escribiera o que clichés incluir, porque cuando leí la palabra "hockey" más de cincuenta veces, me maldije a mí misma.

De todos, todos los clichés que existían, tenía que ser ese.

Tendría que atormentarme con el pensamiento de que mis protagonistas podría basarlos en mis padres y...

Ugh. Ser escritora romántica nunca había sido tan duro como en esos momentos.

Sacudí la cabeza y tomé asiento. Ya que no iba a centrarme en el partido sino en la ambientación y en cómo los futuros protagonistas de mi nuevo borrador se conocerían, me obligué a comprar una entrada en primera fila para no perder detalle de cada movimiento, tanto en las gradas como en el partido. No sabía si me enfocaría más en la protagonista femenina o en el masculino, así que me decanté por el asiento más cercano a la entrada de los vestuarios en caso de decidirme por él.

Antes de que el partido comenzara, la gente ya vitoreaba distintos nombres de jugadores y varios cánticos, el himno nacional entre otros, que se me hacía familiar, ya que la mayoría de sábados o viernes noche los pasaba animando a mi padre desde que tenía uso de razón hasta que comencé la universidad y me mudé a la ciudad del viento.

Este se decepcionó un poco al ver que mis aficiones no tiraban por practicar el hockey —ni siquiera por el deporte, a no ser que fuese verlo desde la televisión o de una butaca—, pero al menos mi hermano pudo contentarlo con ello. Desde los cinco años, fue su mano derecha en el hockey, tanto enseñándole como entrenándole.

Sin embargo, al James de diecisiete años ya no le hacía tanta gracia que su padre fuese su entrenador.

Le mandé una foto a papá, acordándome de él, y no tardó en contestar con unos emoticonos del dedo pulgar hacia arriba y la cara con corazoncitos en los ojos, aunque realmente se estaría preguntando qué bicho me había picado para acabar mi último día de libertad en una pista sin que él estuviese presente o sin que me apuntaran con una pistola en la cabeza.

A pesar del murmullo y las risas que se escuchaban, la tensión en el ambiente era palpable. Si no recordaba mal, los Chicago Howls iban a jugar contra los Boston Falcons, uno de sus rivales más potentes según internet y los pesados de mis amigos. De hecho, era algo así como un derbi.

Miré a mi alrededor en busca de algo de inspiración, y solo encontré vergüenza. Debía ser de las únicas que no tenía la camiseta de los Howls puesta, y gracias a ello me gané unas cuantas miraditas por parte de los aficionados que estaban sentados a mi lado.

Clavé la mirada en la libreta y quité el capuchón a mi bolígrafo.

-"Que la protagonista lleve la camiseta del equipo, OBVIAMENTE".

El destino de ScottDonde viven las historias. Descúbrelo ahora