LUKE SAWYER.
(Viene del final de Suyo)
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.—Tic, toc, tic, toc, tic, toc...
—Cierra la maldita boca, Luke. No puedo pensar con tu ruido. —Christian gruñe innecesariamente.
Aguafiestas.
—Intento ayudar para que pienses en algo rápido.
—Bueno, no resulta, así que cállate.
Bien.
Presiono mis labios con fuerza para evitar decir algo más, entendiendo su frustración: Becca está cerca de los dos meses de embarazo y Ana se niega a hablar del tema con él.
Sé lo mucho que le gustaría tener un bebé, solo desearía que hubiera una forma de resolverlo para todos.
—Bien, no sé qué hacer —se pasa las manos por el cabello, alborotándolo—. Y ni siquiera puedo volver al plan de esconder sus píldoras porque cambió a las inyecciones.
—Oh, carajo.
No sé cómo ayudar a mi amigo, así que me limito a sentarme a su lado en la barra del bar mientras Ana charla con Becca sobre la buena nueva.
—Hey, ustedes dos —nos grita desde el otro extremo de la barra—. ¿Qué están planeando?
Nuestros ceños se fruncen.
—Nada —respondemos al unísono.
Todavía.
Veo a Christian exhalar con frustración, se levanta del banquillo y palmea sus bolsillos en busca de cigarrillos. Supongo que es un tic nervioso porque hace mucho que no fuma.
Ni yo.
—Tengo que irme, Bro —palmeo su hombro—. Mis rojas están en casa de mamá.
Él asiente, aún con ese semblante preocupado. Me acerco a dónde está mi mamita para besar su mejilla y despedirme de la señora Grey.
—Te veré en casa.
Doy la vuelta y salgo de ahí, tratando de despejar mi mente de las preocupaciones de Christian, pero no puedo. Me molesta verlo así y sé que el asunto está generando tensión en su matrimonio.
Me aseguro que la nueva mini van de Becca esté bien cerrada antes de subir a mi auto y conducir hasta la casa de mamá. Subo el volumen de la música, tarareando todo el camino.
En cuestión de minutos estaciono afuera de la casa, el olor de galletas endulzando el exterior como de costumbre. La única diferencia es que el volumen de la televisión está tan alto que distingo las caricaturas de las niñas.
—¡Mamá! —grito cuando empujo la puerta—. ¡Estoy aquí, quiero galletas!
Las rojas giran sus cabecitas desde la sala y ambas presionan sus deditos contra sus labios, invitándome a guardar silencio.
Arrugo las cejas, yendo a la cocina donde sé que está mamá, seguramente haciendo más galletas para los vecinos. Me detengo frente a la barra y veo la charola recién salida del horno.
Bingo.
—¡Galletas! —chillo, tomando una y lanzándola a mi boca.
—¡Lucas! ¡Están calientes! —me regaña, pero ya estoy escupiendo los trozos en mi mano y haciendo una mueca—. Tú no aprendes, hijo.
Evito chillar o hacer un puchero.
—Sabes que no puedo resistirme a tus galletas.
—Lo sé, pero un día de estos tendrás dolor de estómago. Y Dios sabe que Becca ya tiene las manos llenas con todos ustedes.