Capítulo 19

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Durante días trabajaron duro para ayudar a los campesinos. Jennie no volvió a hablar con Lalisa ni ésta se le acercó. Aquellas pobre gente carecía prácticamente de todo, y lo poco que habían reunido los asaltantes se lo habían robado o quemado. Pero si algo le sorprendió a Jennie fue lo poco materialistas que eran. No tenían mucho, pero lo compartían con el vecino sin que les importara si el día de mañana se lo podría devolver o no.

—Qué razón tiene esa frase que dice: «No es más rico quien más tiene, sino el que menos necesita.» —le susurró Jennie a Rosé, que asintió conmovida.

En esos días conocieron a más gente que en los casi dos meses y medio que habían permanecido en Ayutthaya.

Y la sonrisa no les abandonó el rostro al sentir el cariño y amabilidad que los aldeanos volcaron en ellas. Incluso alguno comentó que ojalá la señorita Mina tuviera la humanidad y el saber estar que tenían ellas. Esa frase, junto a su cariño, les llenaba el corazón de tal manera, que no dudaron en esforzarse el doble.

La tercera noche, cuando regresaban a su cabaña para descansar tras una atareada jornada, un grupo de hombres de los Kang comenzó a gritarles obscenidades. En un principio las tres decidieron no responder. Aquello que decían no era ni la mitad de miedoso de lo que estaban acostumbradas
a oír en el siglo XXI, pero cuando uno de ellos se les plantó delante e intentó jalar a
Rosie del brazo, Jennie no lo dudó y atacó.

Aquellos movimientos milimetrados de karate consiguieron tumbar en segundos al tipo y noquearlo. Los hombres, sorprendidos por aquello, se quedaron mudos, y entonces fue ella la que gritó.

—A ver, ¿quién quiere ser el siguiente en tragarse los dientes?

Los campesinos, divertidos por aquello aplaudieron a Jennie que, complacida, levantó los brazos en señal de triunfo.

Los guerreros, al ver a su amigo en el suelo despatarrado, callaron, pero dos segundos después un valiente se puso delante de Jennie e intentó cogerla por la cintura.

—A mí me gustan así, impetuosas —siseó.

—¡Suéltala, maldito cerdo! —gritó Irene, asustada.

Pero Jennie, sin darle tiempo a decir más, proyectó primero un puñetazo contra su estómago al que siguió otro en la cara y, por último y con todas las ganas del mundo, uno en la entrepierna. El gigante, aullando como un lobo y con los ojos en blanco, cayó junto al primero.

—Ay, hermana. ¡Muchas gracias!

Con una sonrisa torcida, Jennie miró a su alrededor.

—A ver, ¿el siguiente? —retó.

Los campesinos, cada vez más divertidos comenzaron a vitorear a la joven, que muerta de risa se lo agradeció. Los tipos, confundidos, se dieron la vuelta y se marcharon. Ninguno quería problemas. En ese momento llegaron corriendo hasta ellas Edel y Agnes, asustadas.

—¿Están bien? —preguntó Agnes.

—Sí, no te preocupes —rió Jennie tocándose el dolorido puño—. Pero ellos no, te lo puedo asegurar.

Sin preocuparse por los dos hombres que habían quedado despatarrados en el suelo, las mujeres retomaron su camino hacia el descanso. Se lo tenían ganado, pero cuando llegaban a su cabaña escucharon los gritos de una voz chillona y estridente.

—Tú, mujerzuela ¿qué le has hecho a mis guerreros?

Al volverse y ver de quién se trataba, Agnes y Edel se quedaron paralizadas.

—Vaya... La mocosa tiene ganas de pelear —dijo Rosie, sonriendo.

—Pues que se ande con cuidado, que si me busca, me puede encontrar —siseó Jennie, enfada al recordar cómo aquella idiota se colgaba del cuello de Lalisa.

VOLVERÉ POR TI | JENLISADonde viven las historias. Descúbrelo ahora