Garras III

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El atardecer había pintado de malva las aguas tranquilas y los grillos daban inicio a su concierto cuando emprendimos el regreso. De la tarde agitada junto a esos muchachitos alocados, solo quedaba el eco de las risas rebotando entre los árboles. Alejo cabalgaba a mi lado, mientras que Susi se nos había adelantado unos varios metros. Todavía seguía ofendida por el incidente, que ella misma había provocado, y aunque la quería mucho, a veces sentía que se hacía demasiado drama por todo. Era la típica chica que creía que su vida era como una telenovela, esas que pasan a la hora de la siesta y no podía culparla, la vida en el campo podía ser demasiado monótona.

De pronto, vimos un bulto blanquecino tirado a un costado del camino y cuando nos acercamos un poco más, distinguimos que era un cordero. Tenía las tripas hacia afuera y el gañote destrozado. Más que temor sentí pena por el pobre animal. Alejo desmontó y examinó los restos.

—Tiene la marca de la estancia.  

— ¡Ay, no! —fue todo cuanto pude decir.

— ¿Quién le habrá hecho esto al pobrecito?

—Pudo haber sido un perro feral o no sé, quizás fueron cuatreros...

—Los cuatretos se los roban enteros, a este lo destrozaron y lo dejaron tirado —insistió Susi —. Hay que avisarle a papá y a don Faustino.

—Si no fueron cuatreros, y dudo que un perro pudiera arrastrar tan lejos a un cordero de ese tamaño, entonces fue la bestia que vi anoche —dije con la voz temblorosa.

Susi me miró aterrada y su hermano se llevó las manos a la cabeza.

—No nos apuremos en sacar conclusiones atropelladas, mejor volvamos a la casa y digamos lo que vimos —propuso Alejo volviendo a montar.

Un extraño presentimiento me agitaba la sangre en las venas y no podía regular la respiración. Tenía un miedo inexplicable y me sentía observada desde cada rincón. Susi lloraba en silencio y Alejo estaba muy preocupado, quizás también sentía temor pero no lo demostraba como nosotras.

Inesperadamente Estrella se sobresaltó y comenzó a correr como loca hacia los árboles, las ramas bajas me golpeaban la cara y cuando menos lo esperaba, la yegua comenzó a relinchar asustada antes de levantarse sobre sus patas traseras, acto que provocó mi caída.

El golpe en seco me privó del aire y sentí que los pulmones iban a explotar. Intenté levantarme, pero no tenía fuerzas y un zumbido ensordecedor castigaba mis oídos. En medio del aturdimiento vi a un hombre acercarse a mí y la desesperación me ganó.

—Tranquila, te diste un golpe terrible, déjame ayudarte —dijo poniéndome las manos encima.

—No... —balbucee sin estar segura de que el extraño me hubiera escuchado.

—No tengas miedo, te quiero ayudar.

—Alejo...

—Shhhh, vas a estar bien, conejita.

Su voz estentorea fue lo último que escuché antes de que mi mente se hundiera en las aguas oscuras de la inconsciencia.

Writober 2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora