𝘏𝘢𝘯𝘢𝘩𝘢𝘬𝘪

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Moejoee

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Pétalos blancos, detalles en sangre. Puntos y líneas carmesí que escurren por aquella superficie suave y cubierta de polen. El ardor en mi garganta es insoportable. La flor yace, pequeñita, en medio de mi mano; un charco rojo y diminuto se forma debajo. Después de una mueca, de asco, de hastío, lanzo con gesto hostil la florecita al bote de basura. Inevitablemente pienso en unos ojos color jade, después en unos cianita. Siento el escozor de nueva cuenta en mi garganta, otro carraspeo sale de entre mis labios y el sabor a hierba amarga me llena la boca. Esta vez escupo directamente en el lavabo del baño, viendo con atención la nueva flor marchita que se estrella contra la porcelana blanca, a la par en que múltiples gotas de sangre salpican la superficie.

Estoy muriendo, llevo semanas haciéndolo.

Al verme al espejo no puedo evitar notar mi aspecto desaliñado y sumamente triste. A mi mente vuelve de nuevo aquel rostro que tanto me destruye: su piel pálida, sus labios delgados, su cabello azabache. Gerard es, aunque quiera negarlo, la razón de mi estado moribundo, es el ser que llena mi mente de ilusiones y cariños, el propietario de aquella enredadera frondosa y llena de espinas que crece en mi pecho.

Bajo la vista de nuevo al lavabo, en donde la flor que recién he tosido se me asemeja a un cuadro lúgubre y lleno de belleza. No puedo culpar a Gerard por no amarme de vuelta, soy incapaz de reprocharle su felicidad. Tomo la flor y la tiro a un lado de la que antes he expulsado, después abro el grifo del agua y me apresuro a lavar la sangre que mancha en todos lados. Tocan la puerta: dos golpecitos suaves que reconozco enseguida.

―Frank, ¿estás ahí? ―La voz de Bert suena opaca tras la madera de la puerta.

—Sí. —Me enjuago las manos y me mojo el rostro. Gerard sonríe de una forma muy particular cuando está con él, una sonrisa chiquitita que me enamora pero que no me corresponde. Abro la puerta, Bert me ve preocupado. No puedo evitar revisarle el rostro: sus ojos claros, sus facciones arias; el cabello sucio, pero la mirada simple; su honestidad es su más grande cualidad.

—¿Te sientes bien? —Pregunta, colocando una mano en mi hombro. A mi mente llega la imagen de una florecilla cubierta de mi sangre. El único culpable soy yo mismo. Bert no hizo otra cosa más que presentarme a la persona con quien comparte risitas.

Desde siempre había sido yo quién vivía bajo flechazos de Cupido, Bert era más el solitario, de aquellas personalidades que prefieren lo casual antes de cualquier formalidad. Cuando me dijo que estaba saliendo con alguien, sentí genuina felicidad, pues a pesar de su vivir errante y derrochador, sé que su corazón alberga ternura y verdadero amor. Bert es una persona divertida y leal, merecía conocer a alguien que supiera valorar aquellas cualidades sobre su actuar desinteresado y satírico. El día en que me presentó a Gerard pensé que sentiría gusto y alegría, sin embargo, me encontré con un sentimiento de extrañeza: una explosión en el pecho que pronto me resultó peligrosa. Sus ojos, su piel, sus labios, su voz... Me encontré con la persona que siempre había buscado pero que nunca se me había aparecido. Intuí de inmediato que estaba enamorado, y fue cuestión de días para que desde dentro de mi ser comenzarán a retoñar florecillas blancas con espinas diminutas.

Abro la boca para contestarle a Bert, pero un nuevo carraspeo me interrumpe y tengo que usar mis manos para cubrirme mientras intento calmar la tos. Él sabe que llevo semanas escupiendo pétalos y botones completos: blancos y frescos al principio, rojos y marchitos con el paso de los días. Mientras sigo tosiendo, siento su mirada celeste encima mío. Con cierta vergüenza, me quito las manos de la boca y me quedo mirando las dos florecitas que recién han arrojado mis pulmones. Bert y yo nos conocemos desde hace muchos años. Alzo la mirada sin poder evitarlo, y lo descubro viéndome las palmas ensangrentadas, luego él también alza su rostro. Yo lo veo y él me mira de vuelta. La culpa aparece, inevitable, en sus ojos azules. Somos amigos, muy buenos amigos. Sé con certeza lo mucho que le preocupa mi condición, tiene unas ganas terribles por ayudarme a curar esta enfermedad y, sin embargo, ninguno de los dos puede hacer algo porque él y Gerard dejen de amarse.

𝘐𝘯 𝘢 𝘍𝘳𝘦𝘳𝘢𝘳𝘥 𝘞𝘢𝘺Donde viven las historias. Descúbrelo ahora