𝘗𝘰𝘱

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_Dunst_

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Y cuando el otoño acabó, Frank se había ido. Había elegido hacerlo. ¿Cómo culparlo? Tenía frente a él todo lo que había soñado; sólo le quedaba tomarlo. Y a mediados del invierno, dejó de responder sus cartas. Al menos las de Gerard. ¿Cómo reprocharle? Seguro estaba muy ocupado.

Pero nada de eso importaba. Él seguiría esperándolo, aunque poco a poco dejara de conocerlo. Seguiría igual para que Frank supiera que era su lugar seguro. Un hogar cálido con la puerta abierta.

Y la vida siguió como siguen los trenes y los buses, aunque no hayas subido. Siguió y tuvo que buscar nuevos caminos. Hizo más grande esa casa y alojó nuevas personas, aunque la habitación más grande seguía siendo de Frank. Se lo recordaba constantemente, aunque ya lo supiera.

Los días se consumían en ánimos, pero las noches las pasaba desnudo frente al espejo. Abrazado por el vacío para facilitarle el beso de su soledad.

Quizá; sólo quizá, le había dado demasiado de sí mismo a algo sin garantías que se habían esfumado, pero quien no arriesga no gana. Frank no se lo había pedido, pero tampoco necesitaba hacerlo. Recogió lo poco que quedaba y siguió. Y encontró muchas cosas, pero algo faltaba. Por más que regaba su jardín, nada en él parecía tener vida.

Una primavera, mientras Gerard estaba haciendo una larga fila para conseguir boletos de un festival, se cruzó con una mirada en parte nueva y en parte conocida. La de Frank. Estaba unos cincuenta metros detrás, pero sabía que era él. Las piernas le temblaron y su corazón se agitó cuando vio que el otro le sonreía y sacudía su mano con emoción para saludarle. Luego lo vió meterse la mano al bolsillo y sacar su teléfono.

Los primeros acordes de Heart shaped box lo sacaron de su implosión. Su teléfono sonaba con la llamada que había esperado las últimas ocho estaciones.

—Eres tú.

La voz de Frank era tan dulce y feliz de pronunciar aquello, que Gerard se quedó sin defensas. Toda la tristeza y las ocasionales molestias que aquella ausencia le habían causado se esfumaron en dos palabras. Todavía tenía la puerta abierta, y Frank entró corriendo con un saco de regalos para él.

Parecía que todo florecería de nuevo.

Juntos desempolvaron aquella vieja promesa de ser Frank y Gerard. Gerard y Frank. Volvieron a entrelazar las manos durante las funciones en el cine y a darse tiernos besos antes de dormir. Corrían frenéticamente sobre ese descuidado camino para recuperar el tiempo perdido. Debían intentarlo.

Para cuando llegó el festival, su campo estaba lleno de flores. Tenían camisetas iguales de su banda favorita y la mirada perdida en los ojos del otro cuando tocaron una famosa canción de amor sólo para ellos.

¿Eran almas gemelas? Bueno, ¿cómo saberlo? Pero si había una forma de saber que estaban en el lugar y momentos correctos, ¿no era justo esa? Porque después de estar tan lejos, encontraron su puente intacto bajo un montón de maleza. Sólo quedaba podarla y regar las semillas que, generosas, bendecían la primavera.

Gerard estaba realmente feliz. Cuando quiso repartir sus flores, notó extrañado que habían muchas personas a las que quería dárselas. ¿Podría ser mejor la vida? Finalmente tenía todo con lo que había soñado, y compartió las buenas noticias cuando se reunió con sus amigos.

En la cálida mañana de un sábado, Frank le pidió que viviera con él. En la sala relucía un florero repleto y colorido.

Para ir tan rápido, la primavera se extendió con lentitud, como un tarro de miel sobre una mesa.

Y en verano... Ah, el verano. Todavía olían las rosas y el sol se deslizaba por sus pieles con adoración, hasta que una nube le puso pausa a todo. Frank debía irse otra vez. Sólo por unas semanas. Gerard estaba tranquilo; las cosas eran distintas ahora.

Los primeros días llamó y fue llamado. Le pidieron que nunca se alejara. Se le rompía el corazón al escuchar que la situación a la distancia no era la mejor. La relación de Frank con su familia siempre había sido complicada, y como hijo único, en él recaía más de lo que era capaz de soportar. Una vez más, eso se lo llevaba lejos.

Pronto la comunicación se volvió más complicada. La familia se disputaba unas propiedades de la herencia de la abuela, incluso cuando ella prometía seguir entre los vivos por un buen rato. Toda la situación parecía agotadora. Demandante. Odiosa.

Y Gerard, ¿qué más podría hacer? Estaba seguro de que Frank era su destino, y hubiera hecho todo con tal de darle algo de alivio. Por eso, se atrevió a abrir su alcancía. La nueva consola podría esperar. Hizo una rápida pero bien surtida maleta y se subió al primer vuelo disponible. Iría a verlo.

Al llegar, Frank lo recibió con los brazos abiertos, pero le pidió no salir de su apartamento. Allí hacía mucho frío y no quería que se enfermara.

Claro, las noches llenas de mimos eran mejor que buenas, igual que los desayunos en la cama, pero las tardes, cuando Frank no estaba, eran bastante aburridas. ¿Cuántas cadenas se habrían necesitado para retenerlo en realidad? Al octavo día no se contuvo y salió a pasear. Afuera no hacía tanto frío en realidad.

Eran cerca de las cinco cuando decidió llamarlo para ir a comer, pero Frank ya tenía planes con sus nuevos viejos amigos. Y Gerard debió pensarlo mejor y preguntar, pero se sumó rápidamente. Quería conocerlos.

Había un dulce olor a chocolate caliente cuando llegó al lugar. Emocionado regaló a todos una sonrisa sólo para encontrarse con que nadie había oído hablar de él antes. Que sólo sabían que Frank siempre se saltaba el desayuno y llegaba a dormir tan pronto sus padres y el abogado lo dejaban ir. Que había ido solo al festival. Que nadie lo esperaba en casa.

Quizá tenía miedo de mezclar sus mundos y arruinar ambos, pero la vida no está hecha de burbujas sobre las que uno va saltando. Si Gerard solo tenía cabida en una, ¿caería irremediablemente al vacío cuando se reventara?

No preguntó por nada. Sólo siguió sonriendo y convivió con tranquilidad. Se quedó allí hasta que todos decidieron irse.

En el camino notó que el nervioso Frank tenía una urgente explicación en la punta de la lengua, pero nunca se atrevió a soltarla y él no lo presionó. Ni siquiera estaba seguro de querer escucharlo. Cuando se metieron a la cama, le besó la frente para darle las buenas noches. Cuando lo supo dormido, se fue de allí.

Caminó por las calles de ese lugar desconocido con la mente en blanco. Esperó paciente a poder abordar su viaje de regreso mientras su teléfono era iluminado por alguna gracia divina que lo ayudó a resistir todos los mensajes y llamadas de Frank.

Al subir al avión y tomar su asiento, vio su reflejo en la ventana y lo supo. Sentía que se había arrancado algo desde muy profundo, pero eso ya no lo dejaba vacío. Ahora era capaz de verse sin sentirse solo. Estaba completo.

Luego de mucho tiempo, se sonrió sólo a él. Sabía que finalmente podría reconciliarse consigo mismo.

𝘐𝘯 𝘢 𝘍𝘳𝘦𝘳𝘢𝘳𝘥 𝘞𝘢𝘺Donde viven las historias. Descúbrelo ahora