La casa encantada

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No me atrevo a contaros lo que nos ocurrió aquella noche. Un sudor frío me recorre la espalda y temo que el invocar aquellos espantosos recuerdos no traiga más que sombras de locura a mi ya perturbada mente.

Mis amigos y yo habíamos recibido un email de mi prima invitándonos a pasar el fin de semana en la casa que recientemente había comprado en un pueblo de Cuenca. No era algo altruista, ya la conocíamos, ella nos invitaba al alojamiento y la comida y nosotros la ayudábamos con las reparaciones y la limpieza. Era la forma de actuar de Sofía. Compraba chollos inmobiliarios destartalados que después de reparar y amueblar, con ayuda, vendía a mejor precio. No nos pagaba por nuestro trabajo, pero tampoco era exigente y todo hay que decirlo, después de terminar las obras y antes de vender los inmuebles, nos invitaba a un par de divertidas y desmadradas fiestas, para compensar nuestros esfuerzos.

Descendimos del tren y caminamos hacia la casa destartalada. Estaba a unos seis kilómetros de la estación y no había carretera alguna, sino un camino estrecho y empedrado que había que recorrer a pie.

―Este será un inconveniente para la venta ―les dije― Por aquí no pueden pasar ni las bicicletas. Me huele que alguien nos va a pedir que adecentemos el camino.

Éramos seis, amigos desde niños y adoradores de Sofía hasta tal punto que aunque no nos llevásemos ni un duro, vivíamos cada uno de sus proyectos como propio.

―Esta vez ―dijo Jenaro ― se trata de una gran mansión. Sofía me envió las fotos. Es preciosa y la compró por cuatro duros porque dicen que tiene un fantasma. El plan es convertirla en un alojamiento turístico. Creo que nos esperan varios fines de semana de diversión y trabajo.

― No vayáis tan deprisa― dijo Rebeca― traigo la mochila llena de bebidas, por si Sofía no compró bastante.

― Pero que dices ―dijo Pepe ― ¿Cuándo nos faltó de comer o de beber?. Bueno, si lo que trajiste, fue ese licor de hierbas tan bueno, que hace tu padre, te ayudo a cargar.

Estábamos alegres, pero nuestro humor cambió cuando estalló la tormenta.

―!Ahgg! ―exclamó Mercedes ―  ¡Cómo llueve! Hace un frío espantoso. Menos mal que todos traemos botas y chubasquero.

― ¡Ya tengo hambre¡ ―dijo Diego ―y ni rastro de la casa. Llueve mucho, si vemos un lugar techado podemos parar y comer ¡Traje bocadillos!

De pronto se vieron relámpagos y los truenos se escuchaban cada vez más cercanos. Una gran tormenta se cernía sobre nosotros. El viento soplaba fuerte y la lluvia se convirtió en un espeso aguacero que no impedía ver lo que teníamos delante.

― Imposible parar ahora, tenemos que seguir ―les dije.

El camino comenzó a embarrarse, pronto se formaron charcos que teníamos que atravesar. Temimos quedar atrapados.

Luego el cielo se volvió aún más oscuro y comenzó a granizar. Enormes bolas de hielo caían agresivas sobre nuestras espaldas. A lo lejos vislumbramos la espeluznante casa cubierta por la niebla. Ahora sé que su aspecto nos debía haber producido cierta inquietud, pero dadas las circunstancias, hasta nos pareció hermosa ¡era nuestra salvación!

Era una casona de piedra enorme con escudo. No podíamos ver mucho más allá que el frontal de la casa y la enorme puerta de madera descuidada. Llamamos insistentemente golpeando con los puños. Ninguno se atrevía a utilizar las dos aldabas de hierro que estaban pegadas a la puerta y representaban terroríficos monstruos infernales. Como no contestaban, cogí las argollas y golpeé tan fuerte que el ruido metálico apagó el sonido del trueno.

― ¡Pues sí le has dado con fuerza! ―Me dijo Jenaro__ Ahora abrirán seguro.

Un hombre enorme y muy feo nos abrió la puerta y nos miró con cara de asco frunciendo el ceño y la nariz. Me recordó a un jabalí gigante y hasta juraría que le oí gruñir.

Nadie habló, quedamos paralizados.

En ese momento Sofía apareció tras la espalda del hombre. Tenía un aspecto extraño, estaba mucho más delgada que la última vez que la vi y su cara se veía pálida y ojerosa. Vestía de negro.

― Hola chicos, pasad ―nos dijo esbozando una sonrisa forzada que no era nada alentadora.

Pasamos dentro sin pensarlo mucho. El ambiente no era mucho más cálido que el que teníamos fuera. El recibidor, primera pieza de la casa, estaba frío y oscuro. El suelo estaba cubierto por una alfombra antigua y en el techo se veía una preciosa y enorme araña de cristal, medio rota y sin bombillas. Solo algunas lámparas con velas, colocadas sobre un aparador iluminaban el cuarto.

― Muy gótico todo, le dije a mi prima.

Ella seguía seca y estirada, aparte de esa medio sonrisa, no hizo ningún ademán de abrazarnos o besarnos para saludar. !Ella no era así..! ¿Dónde estaba mi efusiva y cariñosa prima?. Estiró un brazo y mostrándonos un perchero dijo muy seca:

―Colgar allí los chubasqueros.

Todos obedecimos, aunque seguíamos temblando de frío, su voz sonaba con tal autoridad que nadie se atrevió a contradecir.

―Seguidme ―añadió.

Por un estrecho pasillo, también iluminado por velas, nos guio hasta un salón muy amplio. Tenía las ventanas atrancadas y como el resto de la casa no parecía contar con luz eléctrica. Pero era un poco más acogedor. Al menos, había una chimenea encendida que daba algo de calor y una mesa con varias fuentes llenas de castañas, nueces, manzanas y setas. También había jarras con vino y en el centro, una bandeja con un enorme pavo asado.

― Sentaros a comer chicos. Hay mucho trabajo y mejor realizarlo con la barriga llena ―dijo Sofía.

Luego estirando su brazo señaló al individuo que nos abrió la puerta y dijo:

―Este es Seguismundo, mi nuevo novio.

"Segismundo", pensé "vaya nombre feo, y no sólo el nombre; es horroroso, va mal vestido... Nada que ver con sus anteriores novios".

― ¿ Y a qué te dedicas Segismundo? ―Pregunté.

― No respondió. Solo sentí su mirada de odio.

― Es leñador ―dijo mi prima― y señaló un hacha enorme que estaba sobre la candela.

Nos sentamos y comimos. El miedo y el frío habían despertado mi apetito. Devoramos toda la comida, bebimos el vino y aún nos quedó espacio para las diez botellas de licor que traía Rebeca.

A todos nos entró el sueño y fuimos cayendo dormidos sobre la mesa. Yo fui el último de los seis en dormirme. Lo último que recuerdo es ver a Segismundo caminando hacia la chimenea para coger el hacha. Cuando me desperté, me encontré los cinco cuerpos mutilados.


Como siempre ¡Si os gustó votarme!

Una historia muy vulgar y otras que no lo son tantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora