Remedios y el tiempo

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Cada día, se embadurnaba con crema, se ponía el mismo vestido blanco, los mismos zapatos de tacón. Después era el turno de la niña. Le colocaba los lacitos en el pelo y veía con desazón que el vestido de punto ruso ya le quedaba corto y que lloraba cuando le calzaba las merceditas del treinta y dos.

―Mamá ―le dijo la criatura ―Vamos a la tienda de chucherías, a comprar regaliz de fresa.

Y allá iban, y ella se lo compraba siempre todo, para que parara de llorar, para verla feliz. No importaba lo que pidiese ni que ese día no hubiese para mucho más.

El tendero que le servía a diario, la miraba con extrañeza "¿una niña a esas edades? ¡Imposible!" pensaba.

Pero ella interpretaba su asombro como interés y coqueta como siempre se atusaba su pelo rizado.

Sabía que nunca había sido muy guapa pero sí resultona, sus ojos negros, su piel morena, su gracia natural compensaban con creces su metro y medio de altura ¡Quizás aún tendría su oportunidad!

Después de comprar las chuches tenían que subir la cuesta hacia la casa. Remedios caminaba muy despacio y bien estirada mientras sujetaba fuertemente a Susanita.

Cuando era más pequeña la chiquilla a veces se soltaba de su mano y se ponía a correr. No tenía fuerza para perseguirla y temía que se fuera hacia los coches. Pero ahora se había acostumbrado a caminar a un ritmo pausado y no daba muchos problemas, en casa ya casi ni alborotaba y siempre estaba jugando sola.

―"Es muy buena"― decía a los vecinos ―. Se pasa el día entretenida haciendo puzles o pintando. En el colegio me dicen que tiene mucha vida interior.

Mientras subían la calle hacia su casa, Remedios iba haciendo un repaso mental de su vida:

No me casé porque no quise, pretendientes tuve a patadas, pero no tenía ganas de acabar como otras con un borracho que me moliera a palos, porque al principio todos son buenos ¿pero luego? Y con mi trabajo no hubiese podido esperar otra cosa. ¿Qué más iba a encontrar en un tablao?

Gracias a Dios la vida le había premiado con esa preciosa hija que había heredado de su sobrina. Entonces, tras su desaparición hace ya ocho años, nadie vino a disputarle nada. ¿A que venían ahora a valorar su capacidad como madre? Que tenía carencias le habían dicho en el colegio. ¿Pero que podía faltarle, si estaba hermosa como una rosa?

La cuesta hacia su casa, se volvía más dura con los años ¡Vamos a descansar un poco en el banquito, hija, que hace mucha calor! Le dijo a la niña.

Susana sujetaba fuertemente a esa madre anciana y menuda con olor a rosas que nunca la había abandonado ¡Ella tampoco lo haría! Sabía que su mente estaba anclada en el pasado y para que no sufriera había aprendido a caminar despacio, a impostar su voz para que resultase infantil, a entusiasmarse ante una tienda de golosinas para no defraudarla, a usar ropa apretada y zapatos estrechos, pero no podía más.

Agotadas se sentaron en el banco. "¿Qué puede faltarte a ti hija mía?" le preguntó Remedios a Susanita mirando al cielo.

Susana se descalzo, miró sus pies hinchados y con voz de mujer le dijo:

―Unos mocasines, Madre, me hacen falta unos mocasines

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Una historia muy vulgar y otras que no lo son tantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora