La verdadera historia del muerto vivo

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"Por si esta vez tampoco estaba muerto, decidieron enterrarlo a conciencia. Sellaron la caja con más de cien clavos y cavaron un hoyo de más de cinco metros. ¡Ahora si que no te vas a ir de parranda! decía mi madre, mientras el ataúd se deslizaba en la fosa y el sacerdote terminaba su responso".

El joven hablaba con mucha vehemencia, y uno de sus compañeros le hacía gestos para que bajase la voz. Charlaban sentados en una mesa de la vermutería del Tano en Barcelona. Los dos más tranquilos tendrían unos treinta años y el muchacho exaltado unos quince. Todos los clientes los miraban murmurando.

―Tranquilo, Alfonso ―le decía Peret ―No te lances y empieza contándonos la historia desde el principio y no desde el final, que no te pensamos interrumpir hasta que acabes. Aquí el señor Carballo jamás a oído hablar de tu padre y no sabe nada de muertos vivos.

―Si, empieza por el principio y ve despacio. Voy a ayudarte, pero necesito toda la información que puedas darme. Iré tomando notas mientras hablas ―Añadió Carballo, tomando libreta y boli y observando al muchacho con atención.

―De acuerdo, empezaré por el principio ¡Es que me indigna el trato que le dieron! Mi padre era un buen hombre, algo juerguista, pero nada más ¡Debo restituir su buen nombre! ―dijo Alfonso.

―¡Y en eso de la mala fama, parte de culpa me temo que la tengo yo! ― dijo Peret mirando al chaval compungido ―Por eso quiero ayudarte y la mejor manera es poniendo el caso en las manos del mejor detective del país. Así que prosigue.

―Bien, iré despacio y explicaré cada cosa como si nada supieran de nosotros ―continuó Alfonso―. Todo empezó cuando yo era niño...

Vivíamos en una casa pequeña de ladrillo en la Calle de los Perros, cerca de la playa. Éramos cuatro hermanos, mi padre pescador de profesión era un hombre alegre y hogareño. Aunque vivíamos con estrecheces, nunca nos había faltado de comer. Al sueldo escaso le acompañaban siempre algunas sardinas o gambas que sobraban de la rula y en el patio trasero mi madre criaba gallinas que nos proveían de huevos. Todo aquello se veía como un pequeño lujo en el barrio de La Carihuela de Torremolinos. Por doquier se abrían nuevos negocios destinados a turistas que empezaban a llegar a borbotones y las necesidades de la posguerra a ser cosa del pasado.

―Ya pasamos lo peor ―decía mi madre― , mientras se afanaba en preparar las sillas y las mesas.

Todos los domingos por la tarde venían a celebrar los parientes de mi padre. Su tío que se llamaba Antón como él, era un maestro de la guitarra. Mi tía y mis primas bailaban de maravilla. El resto hacíamos lo que podíamos cantando o acompañado con las palmas o el cajón flamenco.

―Te traigo algo para ti ―le dijo aquella tarde a mi padre mi tío abuelo y le entregó una guitarra.

―Mira, desde que he empezado a trabajar en el tablao gano bastante y me he podido comprar una nueva. Sé que te hará ilusión quedarte con la antigua.

Mi padre como un crío se puso a llorar mientras la abrazaba. De pequeño tocaba bien, pero huérfano desde los once años a causa del naufragio de la Traiña San Carlos, tuvo que ponerse a trabajar y vender la suya.

―Cuando eras chico, la situación era otra y no pude ayudarte como debiera, pero sé que tienes dentro el arte de la familia y ya es hora de que empieces a sacarlo ―le dijo mi tío abuelo.

Mi padre comenzó a practicar y como predijo Antón, pronto lo hizo de una forma maravillosa. La música iba apoderándose de él, cada vez salía menos a pescar, desatendía su trabajo y comenzaron los problemas.

―Te estás volviendo un holgazán. Tus hijos comen todos los días ―le dijo mi madre muy seria.

Al día siguiente no trajo pescado pero sí noticias frescas que callaron a Mamá.

Una historia muy vulgar y otras que no lo son tantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora