Matilde y el milagro de las perseidas

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Todo comenzó una noche de agosto, el cielo estaba despejado y yo leía a solas en la terraza "una carrera hasta el mar". El libro trataba de dos niños que desde hacía tres veranos quedaban a diario para correr hasta la orilla, les encantaba y lo seguían haciendo hasta que les ocurría algo con una estrella.

Airada, tiré el libro sobre la mesa y aunque no había nadie más allí dije en voz alta:

―¡No me gusta nada este libro! Me resulta imposible meterme en la piel de los personajes ¡Hace tantos años que ni siquiera puedo imaginarme corriendo sin que me duelan los huesos ¡Lo devolveré a la estantería sin leerlo!

"Lo que si me gusta es lo de la estrella ", continué ya pensando. "Si apareciera ahora mismo una estrella fugaz que cumpliese deseos, o una botella como en el libro de Stevenson, lo que fuese... Yo sabría formular el mío de forma precisa. No le tendría miedo al diablo ni a las consecuencias ¡a estas alturas! Juventud le pediría, ¡tener toda la vida por delante! Y salud claro, y belleza a ser posible ¡Que nunca la tuve! Esta noche caen las perseidas, un montón de estrellas fugaces atravesarán el cielo" ― ¡Mira ahí va una!―me dije.

― Ser una mujer hermosa y sana, de treinta años. Eso quiero ―grité, ¡y se cumplió el deseo!

Me levanté de la silla de ruedas, salí de la terraza y entré por la puerta a la salita. Nadie pareció extrañarse. Fui a mí habitación, me puse el abrigo y el bolso y me acerqué a la puerta principal que estaba cerrada como siempre.

―¿Le abro señora? ¿Vino usted de visita, no la vi? ―Me preguntó Margarita.

―Sí, ábrame por favor. Vine a ver a Matilde, pero ya me voy―le respondí con una amplia sonrisa.

Me abrió y salí de la residencia con mi nuevo cuerpo. Caminé todo lo deprisa que pude y agarré el primer autobús que me llevó al centro de la ciudad.

Como era de noche los comercios estaban cerrados. "Una lástima" ,pensé, mientras miraba mi reflejo en un cristal. La piel tersa, sin arrugas, mi pelo sin canas, mi pecho erguido ―Lo único que desentona es este vestido negro de vieja―me dije.

Los bares y los restaurantes estaban abiertos y las calles repletas de gente.

"Voy a comerme algo, con mucho colesterol, sal y azúcar ", pensé.

―Una hamburguesa doble, con queso y bacón, una de patatas grandes y una Coca Cola gigante con cafeína ―pedí en la barra.

Me senté en la mesa y comí con avidez, el ketchup y la mostaza me caían por la boca, me limpié con la servilleta de papel. Reía de alegría.

―¡Estaba harta de purés! ―Le dije a mis vecinos de mesa que me miraban alucinados.

Después más relajada comencé a pensar en el libro y en la envidia que sentí de esos chicos que corrían por la playa.

"Por eso pedí el deseo. Correr hacia el mar, eso es lo que me apetece hacer ahora", decidí.

La avenida que va a la playa es muy larga, tendría que caminar varios kilómetros de noche. Pero con mi nuevo cuerpo y con tanta gente por la calle, la distancia no me asustaba. No tuve que hacerlo, vi que los tranvías circulaban a pesar de la hora.

El paseo de la playa estaba realmente animado, las terrazas abiertas, me senté.

―Un agua de Valencia ―pedí al camarero, tres veces.

Tanto tiempo sin tomar alcohol, se me subió pronto a la cabeza. Me apetecía bailar y aunque la música era machacona mi cuerpo no paraba de moverse. Sonaba despechá de Rosalía pero yo cantaba y bailaba Lisboa antigua de Gloria Laso. La gente me miraba.

―!Que miran ojos mirones! ―grité al aire, riendo.

Sobre el pavimento, los africanos habían extendido alfombras con cientos de objetos para vender. Saqué dinero de un cajero y comencé a comprar: un vestido largo con flores, un pañuelo que tapase mi pelo mal cortado, unas sandalias, collares de abalorios...

Seguí bailando con mi vestido nuevo durante horas. Luego me descalcé y corrí por la playa.

―!Hasta el mar! ―gritaba enloquecida. La marea estaba muy baja y la arena nunca terminaba.
Vi una estrella y la abracé. Era una estrella de mar seca, pero para mí era mi estrella caída, la que había obrado el milagro.

Estaba realmente cansada. Me acosté sobre una tumbona. Las estrellas seguían cayendo de vez en cuando. Me quedé dormida.
Al día siguiente una ambulancia fue a buscarme a la playa de La Malvarrosa. El hamaquero les había llamado. Mi cuerpo volvía a tener noventa y dos años y no podía levantarme.

Cuando descansé me interrogó la policía. Por lo visto me habían buscado toda la noche. Me preguntaron como había podido ir a parar allí. Yo les conté la historia de la estrella. No me creyeron. Pensaron que a mí edad era normal que desvariara y sospechaban de la chica joven que me había ido a visitar el día anterior.

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Una historia muy vulgar y otras que no lo son tantoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora