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PRIMERA PARTE:
EL OMEGA


Peeta y su padre debían tener el primer lote de bandejas de pan antes de que cualquiera en Panem viera el hermoso amanecer transformarse en el monótono azul del día. Mucho antes de que su madre empezara con la sarta de insultos repartidos por igual entre su esposo e hijo pequeño. Así, a eso de las cinco de la mañana, sin excepción y por desgracia, el agrio olor de la levadura inundaba la panadería.

A menudo, después de hornear, conseguía nuevos sacos de harina que tendría que llevar por sí mismo por órdenes de su madre, almacenados en la zona trasera, esperando a ser usados durante el resto del día. Después de eso, llevaría pedidos a casas que pudieran permitírselo o se quedaría atendiendo clientes en la panadería, según el humor de la matriarca.

Hoy, sin embargo, su padre lo dejó esperando en la puerta antes de siquiera tocar la masa en reposo. Ahí, permaneció hasta que acabó de arreglar un pequeño lote de galletas con una calma aplastante que lo sofocó durante ratos. No es que fuera a decir algo para quejarse; Peeta nunca dijó qué le molesta. Le pidió que los escondiera donde su madre o hermanos no pudieran verlos porque son un regalo para los familiares de los tributos. Hoy es el día de la cosecha.

Lo que queda del día es mucho más ligero; ve a su padre en su segunda buena acción del día al darle pan exclusivo a un chico de la Veta por una simple ardilla. Su padre era especialmente blando con los chicos de ahí, como Gale. Un chico de ojos grises y cabello negro, fácil de confundir con todos en las minerías de no ser porque era atractivo (a juzgar por los chillidos de las féminas y el único otro omega que conoce), quién había estado manteniendo a una familia de cinco antes de siquiera llegar a la mayoría de edad. Con aproximadamente cuarenta papeletas para ser seleccionado debido a una cantidad numerosa de teselas acumuladas con los años, su papá sólo pudo desearle buena suerte.

Aunque fueron buenas sus intenciones, vio un atisbo de tensión en el muchacho. Receloso. Peeta supuso que en su lugar tambien se sentiría así si alguien le recordara que era casi seguro ser seleccionado este año, aunque le conmovió la dulce empatía de varios con aquellos desdichados en la misma situación.

Terminó la muestra de gentileza y las horas siguieron avanzando. A diferencia de los demás habitantes del distrito, él no descansaría hasta la llegada del anochecer.

En días como esos, las calles estaban solas y silenciosas, y solo unos pocos comerciantes se atrevían a asomar la cabeza tan temprano.

Siendo hijo de panaderos, tenía que cumplir con el deber. Envidiaba huir, esconderse del martirio justo como todos los demás. Al fin y al cabo, la noticia de la cosecha colgaba sobre sus cabezas como una espada de Dámocles. Es por ello que se encontró pensando obsesisavamente en lo único bueno del día; la extraña union de las personas. Por ahora, Peeta se sumió en la aparente normalidad de las primeras horas. Aunque consciente de la crueldad del sistema de los Juegos del Hambre, encontró un atisbo de solidaridad en ese momento cada vez que lo recordaba, una conexión que trascendía las barreras impuestas por el Capitolio. La dualidad del día, entre la rutina diaria y la sombra de la cosecha, resonaba en sus pensamientos mientras anticipaba los eventos que se desarrollarían en las siguientes horas.

—¡Apresúrate a empacar, niño tonto!—una mujer rubia con rostro acartonado y furiosa, su progenitora, lo sacó a zarandeos de sus pensamientos.

Había estado empacando las hogazas de pan para la mañana y se quedó sumergido en su mente, de nuevo.

—¿Por qué no puedes ser menos inútil, omega estúpido? — Ella le dio un empujón desdeñoso que prácticamente lo mandó contra la mesa; un dolor bastante familiar se acentuaba en la zona del hueso de la cadera, donde sabía que se estaba formando un feo hematoma.

Travesía De Un Corazón Omega: Omega En La RevueltaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora