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Las mañanas en el Distrito Doce se desplegaban con una tranquilidad semejante al vapor que ascendía delicadamente de los panecillos recién horneados. Allí, uno se sumergía en el deleite de una taza de café humeante, mientras se acurrucaba en la suave calidez de la silla, tan cómoda que el mundo exterior se desvanecía en el olvido. Era fácil perderse en la placidez y dejar de lado los detalles que podían perturbar el silencio, como distraerse hasta el punto de olvidar las tareas cotidianas; lo cual antes desencadenaba las reprimendas de su madre hacia cualquiera en su proximidad. Y así, el silencio adquiría una belleza tan sublime y magnífica que anhelabas su retorno en cuanto se desvanecía.

A pesar de siempre añorar la calma dentro del hogar donde creció, comenzó a notar un extraño deseo de escuchar los gritos y el caos que solían llenar el ambiente. A su habitación la invadió una sensación de vacío y frialdad, como si las paredes mismas estuvieran impregnadas de la ausencia de aquellos momentos animados. Su cuerpo parecía reaccionar ante la falta de estímulos, experimentando sensaciones incómodas que recorrían su piel y se alojaban en lo más profundo de su ser.

Esperaba la voz alegre de Effie llamando a su puerta, lista para llevarlo a una charla motivacional donde le explicaría la importancia de mostrar una sonrisa encantadora que cautivara al público. Le instruiría sobre cómo actuar y qué expresar para causar un gran impacto, creando así una percepción equivocada de su personalidad. Pero jamás llegó.

Con tanto tiempo libre a su disposición, se dejó envolver por la tranquilidad que impregnaba su habitación, permitiendo que las fragancias que aún perduraban en su nido lo rodearan. El inconfundible aroma de Haymitch flotaba en el aire, persistente como si hubiera marcado el territorio de un Omega, protegiendo su espacio de cualquier intruso que pudiera atreverse a irrumpir en él. Mientras se sumergía en esta atmósfera serena, una imagen emergió en su mente con una claridad asombrosa: la vegetación de un verde opaco, casi marchito, se extendía frente a él, mientras en la distancia, apenas visible, la silueta de un niño pequeño perseguía una mariposa con fascinación infantil. Ah, cuando aún era feliz. La escena parecía congelarse en el tiempo, como un fragmento de su infancia capturado en la memoria. Sin embargo, el encanto se rompió de repente cuando el niño desapareció de su vista, y un grito desgarrador brotó de lo más profundo de su ser, dejándolo con una sensación de desconcierto y melancolía ante la fugacidad de esos momentos causados por una alucinación. Una prueba de su poca capacidad para ver el mundo real.

Hace años, a su padre le encantaba pasar horas frente al horno, esperando que los panecillos estuvieran listos. En una ocasión, él sufrió una herida que cubrió desde el dedo pulgar hasta los inicios del antebrazo. Más tarde observó en un rincón cómo su madre intentaba curar la herida, con su característica falta de paciencia. Ella con voz rasposa y cara acartonada le preguntó: "¿Por qué insistes en estar tanto tiempo junto al horno?" Retórica era su frase, como siempre que hablaba, la voz muerta y cansada de su padre dijo: “Una mente ocupada no tiene tiempo para lamentos.” Al principio, no lograba entender con claridad las palabras de su padre Alfa, pero con el tiempo las comprendió. Ahora que su mente estaba más despejada, su mente atormentaba la poca cordura que le quedaba.

No fue hasta que la madera en la puerta comenzó a generar un sonido bastante chirriante que se dio cuenta de que el suplicio causado por sí mismo pronto terminaría. Era el momento correcto para comenzar a ponerse presentable para las cámaras. El ambiente se volvió menos denso, impregnado por un silencio que resonaba de manera inquietante en su mente, como un leve recuerdo. El constante zumbido que solía acompañarlo y la aguda voz que se repetía una y otra vez, de pronto desaparecieron en lo más profundo del subconsciente.

De repente, se sentía menos confundido, pero al mismo tiempo más consciente de la grave situación. Ya no podía ignorar la realidad que se desarrollaba frente a él. La inquietud empezó a sofocarlo. Cada movimiento, cada gesto para tranquilizarse, parecía ser en vano. Nada lograba calmar el torbellino de emociones que se agolpaban en su interior. Quizás era el peso del tiempo que le quedaba ante la inevitable muerte. Cada instante se sentía como una cuenta regresiva implacable, recordándole la fugacidad de su vida y la inevitabilidad de un final trágico.

Travesía De Un Corazón Omega: Omega En La RevueltaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora