13. La cena primero

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Era alrededor de mediodía cuando me desperté con una pierna adormecida pero insolitamente descansado. Había dormido como un bebé en medio de ese diminuto y viejo sofá en el garaje de Miranda, mejor que hacía mucho tiempo.

Y sabía que se debía enteramente a la chica aún dormida sobre mi pecho.

Había algo bíblico en dormir con alguien abrazado. Insólito. Enorme. Muy dulce.

Ella no se había movido ni un solo centímetro, su atractivo cuerpo extendido sobre mí, con sus brazos rodeando mi torso, su mejilla contra mi pecho, una larga y bien torneada pierna rodeando mi cadera mientras que la otra entrelazada con las mías. Sentía su pecho latir contra mí y su dulce aliento salir en pequeñas ráfagas, su bonito rostro relajado con sus largas pestañas rozando las delicadas curvas de sus mejillas y sus labios mullidos en mohin tierno.

Tenía que enfrentarlo, lo sabía. Enfrentar que ella me dejaba sin aliento cuando clavaba sus hermosos ojos oscuros en mí, que no solo me atraía locamente como ninguna otra mujer sino que también me preocupaba ella.

Alguien tenía que hacerlo, evidentemente a ella no le importaba mucho lo que le pasara lo que era aún más preocupante. Hundí mi mano en su cabello y acaricié su cabeza con suaves círculos. Me hacía querer saber que había detrás de su historia turbia, saber cuándo tan exhausta como para desmayarse y abrazarla en la noche mientras durmiera.

Era esa clase de chica. Y lo había sabido desde el primer momento. No una a la que podría follar en un armario y luego ignorar su existencia, era del tipo que se debían mantener cerca. Sostener y mantener.

No era amor, aún no. Pero era inevitable.

Entonces contra mi se estrelló la otra pregunta inminente. ¿Ella sentía algo similar? ¿Podía sentirlo siquiera? A veces parecía tan fría y furiosa.

Y cuando ella suspiró profundamente y levantó su rostro hacia mí estaba casi seguro de que había algo allí, algo que me correspondía.

No abrió los ojos pero gimió dulcemente.

— Que bien se siente eso.

Lentamente, como el sol desprendiéndose de la noche, parpadeó y entreabrió sus hermosos ojos grandes y redondos. Suspiré, encandilado. Había un brillo diferente en su mirada, algo cercano al buen humor y al placer carnal. Además de que su piel bañada por el sol, parecía brillar como tocada por pequeños destellos. Flexible y cálida apoyó su barbilla en mi pecho y me miró fijamente.

Le devolví la mirada, acariciando su cabello con una mano mientras que con la otra recorría con largos y lentos círculos su espalda. Por primera vez parecía tan serena y tranquila a mi alrededor que me hizo preguntarme porque entonces siempre parecía como si quisiera arrancarme la cabeza.

— Tarah — susurré en voz baja.

Sus pechos presionandose contra la ondulación de mi respiración era como presionar hasta el límite, no quería pensar en lo cerca que estaba su trasero y sus suaves caderas más abajo, literalmente sobre mí.

— Eres como una enorme almohada — sus labios se curvaron brevemente antes de enterrar su rostro en mi cuello como había hecho la noche anterior — No había dormido tan bien en meses.

— Yo tampoco — confesé de vuelta.

Sabía que estaba aún adormecida por el sueño pero cuando suspiró suavemente e inclinó la cabeza no me resistí a rozar sus labios con un beso. Ella volvió a suspirar y sin llegar a desprenderse elevó una mano hasta mi mejilla, me acarició suavemente con la punta de sus dedos.

— Adoro tus labios, señor teniente.

— No sabes cuánto me agrada escuchar eso, dulzura.

Era lo único que necesitaba. Hice presión en la parte posterior de su cabeza para acercarla aún más, el primer contacto real fue efímero, el siguiente ella se acercó anclandose con una mano en mi pecho y la otra aún acariciando mi mejilla, para el siguiente nos encontramos a medio camino en un beso intenso en su lentitud y delicadeza, como ningún otro. Académico. Increíble.

Rómpeme +18. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora