𝐒𝐡𝐮𝐣𝐢 𝐇𝐚𝐧𝐦𝐚

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El llanto de un pequeño resonaba en la sala de parto, donde una mujer de ojos dorados acababa de dar a luz a su primer hijo. Las enfermeras ofrecían felicitaciones, pero la felicidad no estaba en el rostro de la mujer, quien apenas miraba al recién nacido en su cuna, algo que era extraño para una madre primeriza.

—¡¡Ya basta!! —gritaba con fuerza el anciano, su voz quebrada por la desesperación.

—¡¡Cierra la puta boca!! —respondía el hombre, enardecido, con un tono feroz—. Puedo hacer con ella lo que me dé la gana.

—¡¡Llévese a Shuji de aquí, por favor!! —rogaba la mujer, su voz temblando de miedo.

No era raro escuchar esos gritos en la casa Hanma, casi siempre provocados por el hijo del señor, quien, sin falta, llegaba en estado de embriaguez. El caos empeoraba con los llantos del bebé, que no dejaban de llenar la casa. El anciano, como podía, intentaba calmar al menor, llevándoselo lo más lejos posible para tranquilizarlo.

Los golpes y los gritos se alargaban hasta la madrugada, muchas veces durando toda la noche. Los vecinos, molestos por la constante perturbación, llamaban a las autoridades, pero el hombre, experto en fingir ser un buen hombre, lograba engañar a los policías, quienes siempre se tragaban su mentira.

Ese era el ambiente conflictivo en el que Shuji creció. Desde que tuvo uso de razón, pudo percatarse de la frialdad con la que su madre lo miraba. Al principio, no lo comprendía, pero poco a poco se dio cuenta de que ella evitaba a toda costa el contacto con su propio hijo. Eso le resultaba confuso, pues observaba cómo otros niños jugaban con sus madres en el parque, mientras él, en cambio, solía ir solo, sin compañía. No era culpa del abuelo, quien, con esfuerzo, trabajaba en una pequeña tienda para llevar comida a la mesa para su pequeño nieto. Era agotador, pero la sonrisa de Shuji lo hacía todo valioso.

La mujer, en cambio, apenas prestaba atención al pequeño.

Lo esperado ocurrió. Un día, Shuji entró a la habitación y la encontró vacía. Se quedó confundido, buscando a su madre, pero no la encontró por ningún lado. Su abuelo, en cambio, ya sabía lo que había sucedido. La mujer, en plena medianoche, había hecho sus maletas y se había ido, dejándolos solos. Ahora, solo quedaban ellos tres: un padre adicto a las drogas y las apuestas, un anciano y un pequeño niño.

Shuji no estaba preocupado. Siempre que podía, pasaba su tiempo junto a su abuelo en la tienda, ayudándole en lo que podía. Bueno, intentaba ayudar, pero Shuji era un niño inquieto, al fin y al cabo. No le faltaba amor, pues su abuelo lo cuidaba y se aseguraba de que nunca le hiciera falta. Era cruel que sus padres lo hubieran ignorado desde su nacimiento, pero el pequeño nunca se sintió solo. Nunca lo estuvo.

 Nunca lo estuvo

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Wasuke Hanma

—¡Abuelo, abuelo, abuelo! —decía el niño emocionado, despertando al anciano de su sueño.

—¿Qué sucede, Shuji? —respondió el hombre somnoliento, frotándose los ojos.

—Hay una canasta en la entrada de la casa —explicó el niño con inocencia—, y la canasta llora mucho.

Aquello preocupó al anciano. Se levantó rápidamente de la cama, seguido por su curioso nieto. El hombre, con cuidado, tomó la canasta y retiró la manta rosada que la cubría. Su sorpresa fue inmediata al encontrar a una pequeña niña llorando. ¿Sería por hambre? ¿O quizás por el frío que hacía a esa hora de la mañana?

—¿Quién pudo dejarte en este frío y tan temprano? —murmuró para sí mismo, viendo a la bebé con ojos llenos de desconcierto.

—¿Qué es eso, abuelo? —preguntó Shuji, todavía más curioso.

—Demonios... —el hombre maldijo entre dientes—. Esa maldita zorra con la que me acosté trajo a esa cosa aquí.

Hizo una pausa, molesto, mirando a la niña con indiferencia.

—Tú eres el responsable. Debí haberlo sabido —murmuró con enojo—. Quédate o tírala a la basura.

Y sin más, el hombre se dio la vuelta y regresó a su habitación, irritado por el llanto de la pequeña.

El anciano suspiró profundamente, sintiendo una mezcla de preocupación y resignación. A medida que observaba a la bebé, su corazón comenzó a ablandarse. Sabía que no podía dejarla fuera, alejada de la familia. Aunque el hombre no era su padre, el pensamiento de que la pequeña bebé, junto con su nieto, formaban parte de su responsabilidad lo hizo sentir algo más grande que la frustración. Tal vez él tendría que darle una familia, y no solo a la niña, sino también a Shuji.

—Shuji —llamó el anciano al niño.

—Sí, abuelo —respondió el pequeño, mirándolo a los ojos.

El hombre se sentó en el suelo, poniéndose a la altura de su nieto. Shuji, curioso, se acercó más a la canasta que el abuelo sostenía en sus brazos.

—Ella es tu hermanita. ¿Cuidarás de tu hermanita, Shuji? —preguntó el abuelo con una suave sonrisa.

—Es una niña bonita —dijo el niño, mirando a la bebé con ternura—. Y si es mi hermanita, entonces la cuidaré, abuelito. ¡Además, tendré con quién jugar videojuegos!

El anciano sonrió, pero su expresión se tornó seria.

—Shuji, de ahora en adelante serán tú y ella contra el mundo. Algún día faltaré, y no quiero que te quedes solo. Promete que la cuidarás.

—¡No digas esas cosas, abuelito! Tú dijiste que llegarías a los 100 años por mí —respondió el niño con una sonrisa, intentando restarle importancia al tema. Luego, en voz baja, agregó—: Prometo cuidarla, abuelo. ¿Cómo se llama, abuelito?

El abuelo tomó un trozo de papel que había en la canasta y lo leyó con calma.

—Déjame ver la nota... —dijo, mirando el papel—. Akemi. Es un hermoso nombre, adecuado para ti, pequeña.

—Akemi, Akemi, Akemi —decía el niño mientras saltaba alegremente, repitiendo el nombre—.

—Akemi, Akemi, Akemi —decía el niño mientras saltaba alegremente, repitiendo el nombre—

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 Akemi Hanma

 Akemi Hanma

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𝓣𝓱𝓮 𝓖𝓸𝓭 𝓸𝓯 𝓭𝓮𝓪𝓽𝓱Donde viven las historias. Descúbrelo ahora