Desencuentro

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Le gustaba correr por la mañanas, en esos instante previos al amanecer, cuando la humedad del paseo marítimo le calaba hasta los huesos y luego se evaporaba poco a poco con el movimiento de su propio cuerpo y la paulatina salida del sol. A un lado el romper de las olas, al otro un par de esporádicos ruidos de vehículos que madrugaban antes del colapso del tráfico. Y en su cabeza la música de sus auriculares. Le era agradable, a pesar de lo que odiaba poner el despertador, porque en esa hora y media sólo existían dos cosas: la calma y él.

Su respiración era constante, equilibrada, sus pisadas avanzaban sobre las losas del suelo. La realidad, todo lo que conllevaba, quedaba atrás, las personas. En esos momentos nada ni nadie traspasaba lo suficiente su atención como para que quedara marcado en su memoria.

O al menos así fue hasta que se cruzó con el hombre que cubría sus ojos con la visera negra de su gorra.


Un mes y medio después...


Casi daban la seis de la tarde. Zoro bajó del autobús y de un salto llegó a la sala de teatro. Desde hacía poco había sido contratado como operador de cámara en un modesto programa de televisión de la cadena local. Él era más de edición y montaje de vídeo, pero las cámaras se le daban bien y el sueldo en sus actuales circunstancias era más que aceptable.

–Eh, chaval, a ver si llegas más a tu hora –le reprendió el ayudante de dirección, otra vez.

–Siempre llego a mi hora –se defendió recobrando el aliento a la vez que se quitaba el abrigo y se quedaba en pantalones y camiseta oscura, obligatorios para los del set.

Fue donde su cámara. Chistó al ver que el balance de blanco estaba trastocado, recordaba haber dejado la cámara preparada el viernes. Resopló.

–Que alguien se ponga en el escenario con un papel –alzó la voz–, tengo que hacer un balance.

Un muchacho cualquiera de los que trabajaban allí le hizo el favor. Mientras ajustaba el color de la cámara, tal vez porque el muchacho resguardara su cabeza en una gorra negra, le pasó por delante el recuerdo de aquel corredor, el que se encontraba todas las mañanas. ¿Quién será? Se preguntó, no le sonaba de antes, y no parecía un novato, los novatos tardaban mucho en aprender cómo no asfixiarse corriendo. ¿Se trataba de un extranjero recién mudado?

–¡Buen trabajo, chicos! Recogemos todo y nos vemos mañana.

Salió por la puerta trasera del teatro donde grababan, se masajeó su hombro derecho, siempre quedaba agarrotado después de sostener ese armatoste de cámara durante más de tres horas.

–¡Eh, Zoro! ¡Eh!¡Estamos aquí!

Dos chavales alzaban las manos desde el borde de la acera. Ambos morenos, de más o menos la misma estatura, uno con cara de mono y otro con la nariz muy larga. Luffy y Usopp.

–¿Qué hacéis aquí? Creí que hoy os tocaba echar el día entero en la universidad por no sé qué proyecto.

–¡Ya va todo sobre ruedas! –el chico mono le levantó el pulgar con determinación.

–Lo único que se podía esperar con mi gran supervisión –alardeó el narizotas de sí mismo.

–Y como queríamos ir al McRocodile y nos pillaba de camino pensamos en recogerte.

–¿Hum? Me parece bien, pero ese sitio está a las afueras de la ciudad, tardaremos...

Los dos muchachos se apartaron, uno a cada lado, y señalaron con sus brazos hacia la ventanilla del coche que había estado a sus espaldas. Zoro descubrió que el asiento del conductor lo ocupaba un joven ojeroso, Law, cruzado de brazos y bastante de morros. No era la primera vez que lo secuestraban de novio-choffer, así que el peliverde se metió en el vehículo sin más preguntas. Rato corto más tarde, los cuatro comían en una mesa.

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