Un mes

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El agua de la ducha caía más fría que tibia sobre su cuerpo, le espabilaba y quitaba toda esa modorra con la que no era recomendable que fuese al pequeño rodaje con sus compañeros de la FP. Se sentía muy bien después de esa sesión de sexo tras el desayuno.


¿Sabes una cosa, compañero?

Que sin ti yo no soy nada, que por ti me parto el cuello


Le sorprendió el sonido de esa canción por encima del chapoteo del agua. Esas letras le traían a la cabeza muchos desastres en los que se vio envuelto a causa de Luffy. Era como su banda sonora y cada vez que los dos la oían, generalmente muy borrachos, no había más remedio que cantarla. Aunque según Nami graznaban más que cantaban.

Por un segundo pensó que fue Ace el que la había puesto. Desechó la idea, el pecoso no había dormido esa noche en el apartamento que compartían; su relación con ese médico rapado en forma de piña, ¿Marco era? iba viento en popa y cada vez pasaba más tiempo en su casa. Quizás era la señal para ir buscando otro piso, después de todo, quedaba menos para que Luffy se graduara y seguía empeñado en que su primera vivienda lejos del ala de su abuelo fuese con el peliverde; como piratas, decía. Aunque era consciente de que el monito podía cambiar de idea.

Fuera de la ducha, se secó rápido con una toalla y fue a por sus calzoncillos, calcetines y pantalones. Vestido así, de cintura para abajo, salió al salón donde estaba la persona que se había tomado la libertad de abrir su portátil y escuchar música.

–¿Qué haces con eso puesto? Dijiste que era música para drogadictos.

Sanji, tumbado en el sofá y todavía en calzoncillos, liberaba una calada de su cigarro hacia el techo.

–Ha saltado nada más he encendido tu ordenador. Si dejas la sesión suspendida te cargas la batería, lo sabes, ¿verdad?

–Sí, sí. Cada vez que me lo dices.

Sus zapatillas deportivas estaban al lado de la mesa, las recogió y se sentó en un hueco de asiento que le dejó el rubio; antes, le plantó un beso al otro, quien correspondió con uno igual, así como con una mirada sugerente. Sanji le tomó la cara entre sus manos, se acercaron, jugaron con sus leguas y algunas mordidas, algunas risas. Zoro se detuvo, le contempló. Sonrió con deseo, con el mismo de su compañero.

–Tengo que irme –acarició apenado el pecho del aspirante a cocinero.

Las finas manos del rubio seguían en su rostro, la izquierda, la que no sostenía el cigarro entre sus dedos, bajó por su cuello, subió de nuevo, hasta sus cabellos, se los agarró. Se añadió un beso más.

–Si te sigues haciendo el estrecho te abriré de piernas otra vez.

El peliverde le enfrentó con un exceso de arrogancia. De reojo vio que en el cenicero al lado del portátil quedaba medio canuto.

–Eh, Pelo arbusto –le traqueteó la cabeza el otro cuando se lo encendió en la boca–.Que te habías metido en la ducha para espabilarte, ¿recuerdas?

–Puedo ir espabilado y relajado, Ceja torcida –fumó–. ¿Quieres?

Sanji le soltó en un resoplo.

–Eres una mala influencia.

–Oye, que éste está hecho con tus propias manos.

–Sigue siendo culpa tuya –dejó el cigarro y tomó el porro. Dio la calada–. Debería buscarme una pareja que me sumara más. Una preciosa chica de acento extranjero que le encante la ropa delicada y huela a flores.

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