Conmigo

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Law aparcó el coche, metió el freno de mano; tras una pausa se fijó en el que ocupaba el asiento del copiloto. Al ataque de ansiedad de Zoro había remitido hasta unos parámetros estables; le temblaban las manos aún, su respiración seguía alterada, al menos había dejado de asfixiarse.

–Estamos a tiempo de ir al hospital.

El peliverde, con sus nudillos tapando su nariz y boca, sin mirarle, negó con la cabeza. El estudiante de medicina desistió.

Estaban a pocos metros de la casa de Ace y Marco, caminaron hacia el portal abierto y llamaron directamente a su piso. Abrió el pecoso con un gesto amigable; les hubiese saludado con su efusividad característica; sin embargo, enmudeció, nada más vio el ojo morado de Zoro.

–Disculpa las molestias –habló Law–. Es el único lugar al que ha aceptado venir.

Sentaron al peliverde en el sofá del salón, donde Marco le atendió el ojo. Podría haber sido un accidente; quizás un resbalón. No obstante, Ace lo conocía.

–¿Quién te ha hecho esto?

El peliverde no contestó.

–Es posible que haya sido Sanji –intervino la voz de Law, sobresaltándolo. Zoro se puso aún más pálido–. Dijiste algo de que le habías tirado un plato. Y dudo que lo del ojo haya sido Luffy porque si fui a vuestro zulo de piso era para esperar a que llegara de la universidad.

–¿Es eso verdad? –saltó Ace–. ¿Ha sido él el que te ha dejado el ojo así?

El peliverde agachó la mirada, humillado y culpable.

–Empecé yo con lo del plato.

El pecoso se incendió por dentro. Recogió su chaqueta, se la puso en un movimiento. Zoro se levantó y le agarró del brazo.

–¿Qué te crees que haces?

–Que empezaste tú, dices. Pues más vale que se esté quitando cachos de plato de la cabeza cuando cuando lo vea.

Zoro le mantuvo la mirada, soltó el brazo al pecoso.

–No estabas allí.

Dijo aquella última premisa con mero valor descriptivo, pero Ace le dolió demasiado.

–¿Dónde está tu móvil?

–Lo tengo yo –dijo Law, con el teléfono en la mano.

Ace lo agarró, después la muñeca de Zoro. Le puso el móvil en la mano.

–Llámalo, ahora mismo.

–Ace –sacó Marco un tono de sensatez–. Ahora no es...

–¿Y cuándo lo será? ¿Cuándo se le cure el ojo y los dos hagan como si nada? Me niego, me niego en rotundo a que esto suceda una segunda vez.

El ojo bueno de Zoro, el que aún podía abrir, estaba fijo en el móvil. Los temblores de sus manos se incrementaron. Ace fue a replicar, Marco intercedió en gesto conciliador.

–Quédate unos días aquí. Hasta que se calmen las aguas al menos, y decidamos en nuestros cabales que es lo mejor –miró a su joven pareja.

–Estoy de acuerdo –opinó Law–. Yo iré al apartamento. Te hará falta ropa y un cepillo de dientes, aunque sea.

El peliverde no miraba a nadie. Le estaban tratando como a un inválido, decidiendo por él sin saber nada, no le gustaba. Ace, por su parte, al verle en esa actitud tan pasiva, afiló aún más los ojos.

–Zoro, me da igual lo que haya pasado. Te aseguro que, si en tres días no lo haces, seré yo el que corte con él por ti.


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