Tras su mudanza, tardó un tiempo en salir de nuevo por las mañanas; veía el mar desde la ventana, le generaba aprensión. Él prefería el Parque Shabondy, los árboles le proporcionaban oxígeno a su avance, le turbaban menos, y tenía elección de caminos en el laberinto que era aquella foresta.
Un día, se despertó horas antes de la salida del Sol. Por más que quiso no consiguió conciliar el sueño otra vez, se agobió; se fijó en el mar y entendió que no le quedaba otra. Se vistió con su ropa deportiva y se dirigió al paseo marítimo.
Como temió, al principio fue a disgusto: a un lado la carretera, al otro el mar; incomparable con el silencio de las arboledas, su agitación interna no se calmaba sino al contrario; para colmo, la humedad le presionaba los pulmones con acritud y la línea recta de aquel camino le enjaulaba.
Un poco más, se obligó, sólo un poco más y habrás cumplido por hoy.
A cada paso se fue calmando, el ejercicio evaporó el miasma de su cuerpo, el sol del amanecer tocó su hombro izquierdo de una manera desacostumbrada; una brisa de olor salado le sorprendió para bien. Pensó de soslayo que no era tan desagradable y disfrutó un pequeño confort; se fijaba en las personas que se cruzaban en su camino: corredores, ciclistas, ancianos, niños que se dirigían al colegio. Todos seguían un ambiente relajado que se le imprimía.
Y de entre ellos apareció él. Un joven de cabello verde, zapatillas reventadas del uso y unos auriculares naranjas que salían de su sudadera hasta sus orejas, una de ellas adornadas con tres pendientes dorados.
Qué llamativo, pensó, para ser tan joven parece que mantenga una buena disciplina. Siguió adelante, creyendo que no le daría más vueltas a la presencia de ese muchacho.
Tres meses y dos semanas después...
Hundió su rostro en la piel caliente del otro. Si hubo pensado alguna vez que aquello, que el peliverde, no era para él se le hacía falso, blasfemo.
–No te imaginas lo bien que sabes.
No dejaría que se le pasara otra vez por la cabeza que alguna parte de él fuese capaz de darle asco. Lo retendría, cubriría todos su cuerpo desde caricias y besos hasta mordiscos con tal de que se evaporara la posibilidad de esa estúpida idea.
Creyó que funcionaba, que estaba haciendo bien. Zoro ya no se resistía, no estaba tenso ni a la defensiva, le recibía pleno, complaciente, dispuesto a lo que quiera que Mihawk tuviese en mente; a la vez, su mirada y su sonrisa eran jactanciosas, retadoras, como si pensara que el mayor tenía el control de la situación únicamente porque se lo permitía. Creyó que estaba todo correcto.
El joven estaba de costado sobre el colchón mientras Mihawk besaba y marcaba su cuello y acariciaba con la yema de sus dedos humedecida de saliva su pecho. Zoro jadeaba, arqueaba la espalda, llevó su mano hacia atrás, hacia la nuca del mayor para sujetarlo contra él.
Mihawk estaba desbocado, tomó una de las piernas del peliverde, le penetró de una.
Lo siguiente que oyó no fue un jadeo, fue un gemido de dolor que reverbero en la garganta del joven y rebosó por sus labios cerrados. Mihawk se quedó quieto. Zoro no le miraba, escondía su cara contra la almohada, ¿temblaba? Su respiración no sonaba con la agitación de costumbre.
–Zoro –le llamó.
El joven reaccionó, se volvió hacia él, con el rostro perlado, media sonrisa y la mirada de reto. Besó al mayor en los labios.
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Runner
Romance(Mihaw x Zoro. AU) Le gustaba salir a correr por las mañanas. Su respiración constante, equilibrada, sus pisadas avanzando sobre el suelo. Nadie traspasaba lo suficiente su atención para quedar grabado en su memoria. Hasta que en su camino se cruzó...