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Un mes después, Diana podía moverse con libertad. Aunque aún no era capaz de cargar cosas pesadas o agacharse, lograba caminar y sentarse. Actualmente, se ocupaba de pequeñas tareas, principalmente en la cocina. Se bañaba sin ayuda y cuidaba a Eliana, trataba de cuidar a Naran pero la niña, era demasiado inquieta para que Diana pudiera correr si era necesario.

Su relación con Leona era algo extraña. Leona salía de casa por las mañanas y regresaba después de las 6 p. m., siempre físicamente agotada. Sus padres aún estaban en casa y les ayudaban con las niñas y con sus propios cuidados. Cuando Leona llegaba, saludaba, se duchaba y terminaba dormida. No tenían tiempo de interactuar; sus padres la habían inducido al descanso cuando ella llegaba, por lo que apenas tenían oportunidad de verse.

El problema surgió cuando sus padres tuvieron que regresar a sus obligaciones y llegaron a un acuerdo. Para no preocuparse por el cuidado de las niñas, decidieron llevarlas consigo a Estados Unidos hasta que Leona pudiera pagar todas las horas de clínica que debía y Diana mejorara.

Leona no estaba de acuerdo. Quería que alguien estuviera al pendiente de Diana, pero aceptó la propuesta. Consideraba que podía cuidarse sola, y por lo que sabía, posiblemente algún hombre enviado por su abuela debería estar por ahí cuidándola. De hecho, uno de esos vigilantes ocultos la llevó al hospital cuando terminó en coma. Sin decir mucho, aceptó dejar a su esposa en la misma posición.

La tensión en el hogar creció a medida que el día de la partida se acercaba. Diana se sentía atrapada entre su deseo de independencia y la necesidad de cuidado, mientras Leona luchaba con el peso de la responsabilidad y la carga emocional.

No obstante, Diana notó que la soledad y ella no eran buenas amigas; odiaba con todo su ser haberse quedado sola. Después de una vida sin sus padres, el tenerlos con ella, cuidándola y dándole mimos, la hacía sentir completa. Pero sin ellos, sin los gritos de Naran, todo se sentía tan solo y triste.

Había llegado al muelle de su lago caminando y había decidido sentarse ahí para mojar sus pies en el agua. Se concentró en los sonidos de los animales y en el agua, que ni siquiera notó en qué momento llegó Leona.

La presencia de Leona interrumpió su ensimismamiento. Levantó la vista y vio a su esposa de pie frente a ella, con una expresión que Diana no lograba descifrar. Leona parecía cansada, como siempre, pero también llevaba consigo un halo de preocupación que le era difícil ocultar. Diana, sin embargo, decidió no preguntar; sabía que Leona hablaría cuando estuviera lista.

- Debes de sentir ansiedad para que estés aquí - Con su voz, Diana la miró y sonrió al ver su rostro.

- En efecto - Respondió ella, pidiéndole con su mano que se sentara a su lado.

- ¿Quieres un cigarrillo? – Leona sacó una cajetilla y un encendedor.

- ¿Fumo? - Preguntó Diana, asombrada.

- Cuando estás aquí, sí lo haces - Diana tomó el cigarrillo, lo encendió y dio una calada larga.

- Normalmente estas cosas me dan asco, pero... ahora tiene un sabor que me da paz. – Leona sonrió ante esto.

- Bueno, no fumas con frecuencia. De hecho, vives convencida de que yo no lo sé - Diana abrió sus ojos sorprendida. - Odio el humo, no me agradan los cigarrillos y cada vez que estás metida en un problema, cuando te sientes mal o sola, enciendes uno.

- Mierda - Diana iba a apagar el cigarrillo, pero al ver esto, Leona la detuvo, tomándolo ella y dándole una calada.

- Siempre lo he sabido, tratas con todo tu ser de que yo no lo sepa, pero es raro que alguien tenga su bolso cargado de chicles y spray bucal de menta y que estos le duren meses o años - Leona dio una calada más, terminando el cigarrillo. - Lo único que hago es vigilar tu consumo; si te terminas una cajetilla en un mes, algo anda mal. Si la cajetilla te dura meses, significa que todo está bien, y si te llegas a fumar la cajetilla en un día o semana, te desaparezco las que compres.

Nuestro futuro LeonaxDianaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora