Capítulo Veinte

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¿Acaso Camille Bonaire era la misteriosa dama de las cartas? No tenía forma de averiguarlo. Si la madre de Henry era la delicada dama de las cartas, ¿quién era el consejero? La única persona a la que podía preguntar aquello no me dirigía la palabra en esos momentos. Todo aquello, ¿convertiría a Henry en un rey no legítimo? Me iba a quedar con la duda y por mucho que repasé las cartas en cuanto llegué a mi alcoba después del paseo a caballo con el rey, no obtuve ninguna respuesta.

Pasaron varios días después del baile. Los nobles de la zona ya me iban conociendo y me saludaban al pasar cada vez que salía con Margot a pasear por los jardines.

—Me gustaría despejarme un poco —propuse a Margot aquella mañana.

El cielo estaba totalmente despejado y la temperatura había subido un par de grados. Caminamos cerca de una fuente con unas estatuas mientras unos pavos reales paseaban a nuestro lado. Una ligera brisa se levantó, e hizo que nos salpicaran unas pequeñas gotas del chorro que bajaba de la boca de una de las figuras humanas de la fuente.

—¿A qué te refieres? —preguntó oliendo unas flores rojizas a nuestro lado.

—Podríamos pasear por el pueblo.

—¿Por el pueblo? ¿Estás loca?

Su gesto cambió radicalmente, al parecer no le gustó nada la idea.

—¿Qué pasa?

—No es por nada, pero en el pueblo solo hay muchedumbre, no se te ha perdido nada por allí —respondió con voz altiva.

La Margot que conocí la primera vez había vuelto por unos segundos.

—¿Por qué dices eso? —pregunté algo ofendida.

—Lo siento, Rose no quería ofenderte —se disculpó arrepentida posando una de sus manos en mi hombro—. Si quieres pasear por el pueblo deberías avisar a algún guardia que te acompañe. Simplemente no es seguro.

—Puedo pasear perfectamente sola —murmuré para mis adentros.

Lo había hecho toda mi vida. Si estuviera Samuel, seguro que me hubiera acompañado sin miramientos.

Después del paseo con Margot, volví a mi alcoba y agarré una de mis capas marrones menos vistosas para pasar desapercibida. No quería avisar a ningún guardia. Me apetecía pasear por el pueblo tranquila y ordenar mi mente fuera del castillo. Últimamente me sentía entre rejas. Echaba de menos a mi amigo Samuel, pero también echaba de menos a Stefan, aunque me costaba más trabajo reconocerlo.

Bajé las escaleras y me coloqué la capucha sobre la cabeza para pasar desapercibida, ya era bastante conocida en el castillo y no quería que me reconocieran.

Una vez fuera, el mundo era completamente distinto, llevaba recluida en el castillo semanas a excepción de las veces que había salido al bosque y cuando fui de misión al pueblo de Ébano, pero no había pisado el pueblo que lindaba con el castillo. Este era muy comercial y lleno de vida. Las calles estaban repletas de puestos con sus respectivos comerciantes, carretas y caballos parados esperando a sus dueños. También, había niños corriendo por las calles evitando a las demás personas y mujeres con cestos llenos de ropajes que supuse que se dirigían al río. Los empedrados caminos que pisaba a cada paso que daba estaban algo deteriorados, pero eso le daba encanto y belleza al pequeño pueblo. Los sonidos a mi alrededor me envolvían y nadie se percataba de mi presencia. Pasé por delante de varios puestos, uno de frutas, otro de figurillas de madera y otro de cacharros de metal. No llevaba ninguna moneda de oro encima, así que no pude comprar nada. Uno de los niños que iba corriendo, jugando con sus amigos, se chocó contra un hombre que tenía frente a mí y este le echó una reprimenda.

EL LINAJE ESCARLATA  -COMPLETA-Donde viven las historias. Descúbrelo ahora