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En la oscuridad de la habitación de Sergio, el aire se cargaba con la promesa de lo prohibido. El aroma de la lujuria flotaba en el aire, mezclado con el suave susurro de la respiración entrecortada. Kioto, con su figura delgada y sus movimientos seductores, era la encarnación de la tentación.

Sin una palabra, se acercó a Sergio, atrayéndolo hacia ella con un gesto lascivo. Sus labios se encontraron en un beso abrasador, hambriento de deseo contenido durante mucho tiempo. Las manos de Kioto se deslizaron con destreza por el cuerpo de Sergio, despojándolo de sus inhibiciones y prendas de vestir, revelando la piel ansiosa y temblorosa debajo.

Sergio, normalmente tímido y reservado, se transformó en una bestia salvaje bajo el hechizo de Kioto. Sus movimientos eran frenéticos, sus caricias ávidas, como si estuviera poseído por una necesidad primitiva de satisfacción carnal. Cada beso, cada mordisco, era un tributo a la pasión desenfrenada que los consumía.

—Eres tan ardiente, Kioto. —murmuró Sergio, con voz ronca, mientras sus manos se deslizaban bajo la tela de su ropa, buscando cada rincón de placer.

—Sí, así es... —respondió Kioto, con un gemido ahogado, arqueando su espalda hacia él, ansiosa por más.

Con movimientos expertos, Sergio despojó a Kioto de su ropa, revelando su figura esbelta y tentadora. Cada centímetro de su piel era una invitación al pecado, y Sergio no podía resistirse.

—¿Te gusta esto, Kioto? —susurró Sergio, mientras acariciaba sus pechos con manos hábiles, provocando gemidos de placer.

—Sí, sí, no pares... —jadeó Kioto, aferrándose a él con desesperación.

Kioto, conocedora de su poder sobre él, lo empujaba más allá de sus límites, incitándolo a entregarse por completo a la lujuria desenfrenada. Con un impulso salvaje, Sergio la tomó en sus brazos y la tumbó con delicadeza pero firmeza. Los gemidos se convirtieron en un susurro constante en la habitación, acompañados por el sonido de sus cuerpos chocando en un ritmo frenético de deseo desenfrenado.

—¡Oh, Sergio! ¡Sí, sí! —gritó Kioto, mientras él la penetraba con intensidad, llevándola al borde del abismo una y otra vez.

En un frenesí de deseo, se perdieron el uno en el otro, sin preocuparse por el tiempo o el espacio. Solo existían en ese momento, en esa habitación cargada de pasión y lujuria desenfrenada. La habitación se llenó con el sonido de sus gemidos y el crujir de las sábanas bajo sus cuerpos entrelazados, mientras se perdían en un torbellino de placer sin fin. Ningún pensamiento de los demás en el jardín podría interponerse en su voraz búsqueda de satisfacción carnal.


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Kioto siempre había pensado que lo peor de tener un equipo, es que si alguien cae, todos caen con él. Eso mismo les estaba pasando a todos ahora mismo, estaban deprimidos. Y aunque la operación de Oslo haya salido a la perfección, todos estaban tensos viendo las horas pasar. 

𝐊𝐈𝐎𝐓𝐎 | ᴬⁿᵈéˢ ᵈᵉ ᶠᵒⁿᵒˡˡᵒˢᵃDonde viven las historias. Descúbrelo ahora