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Te dije que la tragedia empezó con el accidente ¿cierto?
Eso es lo que creo. Puede que mi cerebro se haya atrofiado durante el choque, o durante el coma, no lo sé; dicen que las nauras se degeneran y pierden funciones. Hoy por hoy me pregunto si lo que perdí no fueron recuerdos a corto plazo o algo por el estilo, ya sabes, lo típico de la gente en coma.
No. Yo creo que se me atrofió otra cosa. Mi ancla. Por llamarlo de un modo.
Toda mi vida estuve anclado al mundo tal cual lo conozco. Siempre fui Clay Berry. Siempre los ojos marrones y pequeños, el cuerpo grande y grueso, la piel blanca que se pone roja cual cangrejo por el exceso de sol. El cabello castaño y, a partir de los 17, unas entradas prematuras en el cabello.
Siempre fui yo... hasta esa noche.
Lo recuerdo bien. Estaba viendo películas de horror. Nada como los clásicos para pasar el rato. Freddy Krueger nunca pierde encanto. Salvo que, cuando pasé el umbral de los 20 años se debilitó mi habilidad de mantenerme despierto viendo películas y leyendo libros. Así que a la mitad, más o menos, me quedé dormido.
¿Ustedes suelen soñar consigo mismos? Yo muy rara vez. Suelo soñar con frecuencia a personas que conozco... o por el contrario, que jamás he conocido. Obvio, mientras estoy dormido los conozco a todos como si fueran amigos de la vida. Pero al despertar me doy cuenta que esas personas son completos extraños para mí. No lo sé. Puede que sea gente que he visto en el trabajo o de reojo en la calle o en series y películas. El caso es que no suelo soñar conmigo mismo, salvo por esa noche.
Soñé que la tierra era plana. Lo sé, una estupidez. Y aún así, se sentía real. Como con todo sueño. Y yo estaba precisamente en el borde del mundo. El mar se derramaba por el borde, caía una cascada infinita al abismo.
El abismo...
En ese momento hice una cosa que a lo mejor no debí haber hecho. Dicen que no hay que mirar directamente al abismo, porque el abismo te puede devolver la mirada. ¿Y qué crees? Me incliné al borde. Era curiosidad científica.
Al asomarme, y esto juro que pasó así, vi unos ojos grises al fondo del vacío que me devolvieron la mirada. Y unas manos. Manos negras.
Estas manos se estiraron y me agarraron con fuerza y violencia, como manos de señora endemoniada, frías y tiesas. Forcejeo, mas es inútil. Me arrastraron a la oscuridad, al vacío, A la negrura. Y me sentí pequeño, ahogado en un mar desconocido... y morí. Y supe que estaba muerto, pero no me asusté, ni lloré, ni me conmoví. Fue más una sensación de... ¡Mierda! ¿Tan pronto?

—Clay Berry —llamó una voz—. Clay Berry, en el nombre de la virgen, ¡despierta!
Al abrir los ojos me encuentro cara a cara con una señora. Tiene la cara arrugada y pálida. Tiene un rosario alrededor del cuello y ropas negras. Es una monja.
—¿Hum?
Me froto la cara con las manos. ¿Qué estaba pasando?
—Clay Berry. Otra vez te has quedado dormido. Mira nada más qué desastre estás hecho, niño. Ve ahora mismo a desayunar, que te vas a perder la plegaria.
—¿Qué?
Miré alrededor. Ya no estaba dormido, de eso no existía duda. El ambiente estaba frío. Nada parecido al verano de Buenos aires. Desperté sobre una cama con sábanas blancas, almohada dura y antigua. Las barras que sostenía el hundido colchón podía percibirlas debajo del cuerpo. Ya no estaba en mi departamento.
—¿Dónde estoy? —pregunté a la anciana monja.
Esta ignoró la pregunta en un primer momento; me tomó de los brazos para sentarme sobre la cama. Me puso unos calcetines sin avisarme tan siquiera y acto seguido unos pequeños zapatos de cuero.
—Estarás en graves problemas si no te apresuras —dijo la anciana monja—. Debes prepararte y ponerte guapo, hoy vienen a buscarte los Fall. Tienes mucha suerte jovencito, en tú lugar yo estaría bien despierta.
—¿Los Fall?
—Ese es el nombre de la familia que te adoptará, Clay. Sé que tienes problemas para recordar cosas, pero debes gravarte ese nombre, porque será el tuyo a partir de hoy.
—Pero...
—Anda. A comer. Yo me ocupo de la maleta con tu ropa y tus pertenencias, que sé que aún no la has hecho. ¡Jesús! Otros niños en tu lugar tendrían la maleta lista desde la noche anterior. ¿Acaso no quieres una familia?
Puse lo pies sobre el suelo... estaba muy abajo. O la cama estaba muy arriba... Y la señora que me acababa de despertar para ponerme zapatos... ¡Era enorme! Muy alta. Si era más alta que yo, debía medir unos 3 metros, porque... porque yo era...
Me miré las manos, luego los pies... y me di cuenta que traía un pijama blanco, percudido y reído que me quedaba holgado. Mirando bien la cama... y las camas junto a la mía y... lo grande que era todo. Me di cuenta nuevamente que no sabía dónde estaba.
—¿Dónde estoy? —dije de nuevo.
Me llevé la mano a la garganta, porque esa no era mi voz. Y sin poder controlarlo siquiera sentí una gran presión en el pecho, la garganta se me cerró.
De repente recordaba las manos, el vacío... y las luces del camión... recordaba el miedo que tuve esa noche frente al volante. Ese... descontrol. ¿Dónde estaba? Sentía que no podía respirar.
—Clay, ¿qué pasa? Clay.
La señora me daba palmaditas en la espalda, yo sentía que me estaba ahogando. Como si un gigante metiera unas manos invisibles en mi pecho y estrujara los pulmones. ¿Qué ocurría? ¿Por qué yo era tan pequeño? Eso no me gustaba, no me gustaba ser pequeño. No me gustaba que una monja desconocida dijera cosas que no entendía tampoco.
—¡Clay! Respira mi niño, respira. Calma esos nervios —ella metió algo en mi boca, un objeto plástico—. Respira esto.
Presionó el aparato y un rocío espantoso con sabor a medicamento me penetró por la boca. Sentí por un instante que me que me atragantaba, y al final puse respirar mejor. Mis pulmones se volvieron a abrir. Mi cuerpo reaccionó al medicamento. El aparato en cuestión era un inhalador para el asma.
—Oh, Clay. Querido. ¿Te sientes muy ansioso acaso? ¿Tienes miedo?
—¡Aja! —respondí, no sin antes darme cuenta que acababa de sufrir un ataque de asma. Yo en la vida había conocido algo parecido, se parecía a un ataque de ansiedad—. Estoy confundido...
La monja mostró una cara compasiva. Se arrodilló para darme un abrazo, pude oler su perfume de mentol y detergente,  así como su avinagrado aliento.
—Oh, querido ¿de nuevo? Pobrecito. Desde el golpe te pasa seguido. A ver, te refrescaré la memoria. Di después de mí. "Mi nombre es Clay Berry"
—Me nombre, es Clay Berry —repetí.
—Y tengo 9 años. Hoy me adoptan Adan y Elvira Fall. Dos personas muy decentes.
Me quedé perplejo unos instantes, eso no tenía sentido. Pero le seguí el juego a la monja, sin mucha convicción.
—Y tengo 9 años... Hoy me adoptan Adan y Eliva Fall. Dos personas muy decentes.
La monja me llevó de la mano por un pasillo muy grande y me dejó en un comedor lleno de niños.
El pasillo inmenso me resultó oscuro y con cierta familiaridad. El aroma que volaban por el aire en el trayecto me recordaba a los almuerzos que las cocineras hacían en el comedor de mi primaria. Todo a mí alrededor era muy extraño; se desentraña en mi interior una palpitante sensación deja vu. Y por instantes me vi a mi mismo débil y pequeño en algún rincón de mi mente.
—¡EH! Clay. Por aquí. Te guardé puesto —gritó alguien a lo lejos.
No supe de dónde vino, hasta que se levantó de su asiento y me tomó de la mano para guiarme casi contra mi voluntad a la mesa. Yo estaba apabullado, intranquilo. Desconectado.
El chico tenía el cabello rezado y oscuro. También estaba en pijama, como todos los demás.
—¡Eh, chicos! Hoy se va Clay, hay que felicitarlo.
Todos en la mesa dieron un sonoro aplauso, contentos. Salvo por un niño rubio y obeso que se veía cabizbajo.
—No es justo. Hasta a Clay lo adoptan y está descompuesto del cerebro. ¿Por qué a mí nadie me quiere?
El rubio en cuestión de tenía unos 11 años, todas las cicatrices de sus brazos indicaban que su carne era blanco fácil para los mosquitos.
—A ti ya se te pasó el arroz. Barney.
Barney, al parecer, se enojó. De no ser por que una monja estaba mirando la reunión de lejos, quizás se habría peleado.
En ese momento unas piezas me encajaron. Debía de estar teniendo un brote psicótico. Porque todo esto me indicaba que me encontraba en un internado, no sabía ni donde. sabía que me acababan de adoptar un par de desconocidos y que... era un niño de 9 años. ¿Eso tenía sentido? No, no lo tenía. Así que debía de estar dormido. Debía ser eso. De lo contrario no entendía lo que ocurría.
Así que decidí tomármelo todo como si fuera una pesadilla. Había tenido sueños lucidos antes, pero este al parecer no lo podía controlar.
—No se me ha pasado el arroz —protestó Barney—. No estoy viejo. A David lo adoptaron la semana pasada y tiene 14.
—Pero David era delgado.
—¡No estoy gordo! —protestó el rubio.
—Sí que lo estás, —dijo otro niño—. Los papás y mamás no quieren niños glotones, y tú comes mucho.
Me senté a la mesa, el chico de pelo rizado guardó un plato de avena con arándanos para mí. Sinceramente tenía hambre, así que conforme comí me percaté que sabores, el frío de la avena y el regusto de las almendras se sentían tan reales que contradecían la teoría de que todo era un sueño. Si yo estaba MUY despierto estaba entonces en problemas. Mas intenté calmarme, pues empezaba a sentir la presión en el pecho de nuevo.
Nadie me habló durante el desayuno, excepto el niño del pelo rizado.
—¿Te sientes bien, Clay? No te ves muy feliz.
No sabía qué contestar... porque la situación no tenía ni pies ni cabeza en sí misma.
Quiero decir. Sí. Mi nombre era Clay Barry. Pero yo no era un niño adoptado. Era un hombre con departamento y trabajo. Pero todo a mí alrededor me decía lo contrario.
Entonces recordé lo que había dicho Barney hacía un momento. "No es justo. Hasta a Clay lo adoptan y está descompuesto del cerebro."
¿Descompuesto yo?
—Ese niño dijo... que estoy descompuesto... —cuando decía estas palabras, me temblaba la voz y las manos. No entendía lo que  estaba sucediéndo a mi cuerpo tampoco. Usualmente no reacciono así al pánico. Suelo ser estoico para según qué cosas, excepto hoy, al parecer—. ¿Lo estoy?
El chico junto a mí me miró con el ceño fruncido, muy serio.
—Clay, no estás roto. No le prestes atención a lo que diga Barney. Lo que pasa es que tienen envidia porque tú sí vas a tener una familia. Y tienes 9 años. Que es bastante bueno. ¿Sabes? Yo cumpliré 13 en un mes y creo que ya no tengo esperanza, pero tú eres de esos pocos niños crecidos que son adoptados. Todos quieren bebés, lo sabes. Son muy extraños los papás que quieren un hijo ya crecido. A mí no me importaría que mi familia sea humilde, con tal de que me adoptaran ¿sabes? Al principio fantaseaba con que una familia adinerada se engancharía conmigo cuando me viera pero... jamás miran. No sé si es porque soy feo o muy moreno, o muy viejo o... porque no soy muy listo. Pero ya perdí la esperanza.
Lo que me contaba era muy triste. Me hizo olvidar la confusión que estaba sintiendo en ese momento.
—No creo que te ignoren porque seas tonto o feo. —le dije, intentando sonar calmado—. Quizás... podrías intentar... caerles bien a los padres.
No fue hasta que lo dije que me di cuenta que era un consejo muy tonto. Por su supuesto que los niños intentan caer bien a los padres. Si esto era un orfanato o algo parecido, seguro que competían entre sí para ser el más simpático. Un chico con ojos rasgados, piel amarilla y dientes chuecos se burló de lo que dije.
—Oigan, Clay acaba de descubrir américa ¿Cómo no lo pensamos antes?
Todos se rieron. Yo quería reírme con ellos, porque es bueno reírse de uno mismo. Quería, y no podía. Sentía sobre mí una sensación constante de incomodidad. Tenía miedo. Todos esos niños tan grandes me eran intimidantes de cierto modo ¿cómo podía estar intimidado por unos niños? ¿En la lógica de los sueños qué podría significar? Quizás que me asusta ser padre o algo por el estilo, no lo sé. A cada segundo que pasaba me sentía menos seguro de que esto fuese un sueño. Si lo fuera, tendrían que suceder cosas alocadas, como que aparezca una jirafa o que alguien cambie de sexo o... que un dinosaurio aparezca. Cualquier cosa. Sin embargo, este era un sueño triste, largo, vivido y que me daba mucho miedo, porque todos me trataban diferente a como deberían.
—Chicos, no se rían de Clay. A él sí lo van a adoptar, no como a ustedes.
Todos se callaron el resto del desayuno.
Al acabar, el chico de pelo rizado me tomó de la mano y me llevó de regreso a las habitaciones. Yo quería decirle que podía caminar sin su guía, pero no me atreví. Parecía amigable. Además no recordaba el camino.
Todo aquello me llenaba de impotencia. ¿En qué momento acabaría la pesadilla?
Puede, que si saltaba por una ventana me despertara el vértigo. Siempre que doy un mal paso en el suelo o me caigo y me despierto por el miedo. Podía intentarlo, podía intentarlo pero...
—¿Será que no estoy dormido? ¿Será que esto es real? —dije en voy alta.
—No es un sueño, amiguito. Es muy real. Yo que tú estaría felíz.
—Estoy aterrado —confesé, aún a sabiendo que a lo mejor ambos hablábamos de cosas diferentes—. Tengo miedo.
—No lo tengas. Todo irá bien. Aunque si quieres quejarte de tu familia, perfecto, puedes escribirme una carta.
—¿No tienes teléfono?
—Muy chistoso, Clay. Me matas de risa —dijo el chico, haciendo una mueca—. Oye, en serio. Escríbeme seguido. Sabes la dirección del orfanato, así que cuando veas cómo es tener padres por favor dímelo. Quiero que me lo cuentes. Dime si son un señor y una señora o... dos señoras y un señor... o dos señores.
—¿Dos señores?
—A David lo adoptaron dos señores. Nos escribió ayer. Dice que la gente los mira raro en la calle. Pero que está muy contento. Tiene un perro y una habitación grande y una piscina ¿puedes creerlo, Clay? ¡Una piscina!
En el gran dormitorio reposaba maleta hecha sobre la cama en que dormí. También estaba una muda de ropa con un pantalón corto y un chaleco marrón. Esto iba en serio. Sí me iban a llevar.
—Será mejor que te vistas. Ven, te ayudo.
—¿Ayudarme?
—A cambiarte. Siempre tardas un montón si lo haces solo. Anda, quítate la camisa del pijama y déjalo en la cama.
—Yo puedo vestirme solo... yo...
El chico empezó a ponerme los calcetines. De pronto sentí mucha vergüenza, como no podía contradecirlo me dejé llevar y me quité también la camisa. Vi que mi cuerpo era delgado, mi ombligo era diferente, en lugar de estar metido estaba sobresaliendo. Mis brazos pálidos y tenían unos lunares aquí y allá que jamás en mi vida había visto. De hecho también había algunas pecas. Este cuerpo, definitivamente no era mío.

DEL OTRO LADO NO SOY YO MISMO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora